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Cada familia feliz tiene su secreto…

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Tom Hoopes - publicado el 29/02/16

Pero una sola es la gran diferencia entre las familias felices y las desgraciadas

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“Todas familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. La famosa frase de Tolstoi en Anna Karenina es citada a menudo y tiene un tono verídico, pero yo creo que no es en absoluto cierta.

Ahora mismo estoy pensando en tres familias felices. Una de ellas se embarca en intensos debates científicos que, sinceramente, están más allá de mis capacidades mentales.

La otra tiene un toque mucho más teatral, tanto profesional como personalmente: son actores fuera de casa y todo lo que dicen en el hogar parecen hacerlo con igual intensidad y pasión.

La tercera es más calmada y modesta, pero cualquier miembro de la familia podría darte una paliza jugando al ping-pong, al billar o al ajedrez, si eres lo suficientemente ingenuo como para retarles.

¿Lo que les hace felices es lo mismo? Tal vez… pero por el momento, dejémoslo entre paréntesis.

Voy a pensar ahora en otras familias infelices que he conocido.

En todos los casos que se me ocurren, uno de los cónyuges, o ambos, se siente insatisfecho en el matrimonio y, por ello, se obsesiona con algún elemento exterior a la relación, con el que esperan conseguir algún tipo de realización: otra persona, un pasatiempo, una obsesión o la televisión.

Vivir un matrimonio infeliz es algo agotador y absorbe toda la energía. Es como si hubiera un agujero negro allí donde antes estuviera el amor.

Las familias infelices tienden a una máxima entropía: hacia el retiro malhumorado de cada miembro de la familia dentro de su propio mundo.

Y en este Año de Misericordia me asaltó una idea: la diferencia no está en que las familias infelices pecan y las felices no, sino en que las familias felices saben perdonar.

Mi mujer y yo trabajábamos en un apostolado sobre la ayuda a la familia en Connecticut y Washington.

Aún recuerdo vívidamente a un consternado hombre que me quería contar hasta qué punto su mujer era terrible. Me animé a escucharle y recé por ser capaz de ayudarle de alguna forma.

Me narró su cuento de infortunios entero, desde la boda hasta el 15º aniversario de bodas.

Era una historia de muchos pequeños desaires y algunos grandes problemas. Me habló de los gustos que él tenía y que su mujer ignoraba por completo.

Ella no había aprendido a hacer las cosas de la forma que él prefería. Ella no se había tomado el tiempo de aprender qué cosas le interesaban a él. Era fría con él y sólo raras veces era radiante y alegre como las demás esposas.

A regañadientes, el hombre admitió que sí intentaba hacer ciertas cosas, que iba de paseo con él, que invitaba a sus amigos, en definitiva, que se esforzaba.

Y fue entonces cuando se llegó la idea. Yo también podría contar la historia de mi matrimonio exactamente igual que él. Yo también he sufrido los desaires y las decepciones de convivir con otro ser humano pecador.

Y mi esposa también podría contar la historia de nuestro matrimonio de igual forma. Podría ponerte por delante todos mis errores y mis fracasos y te podría hacer sentir pena por su vida: que si Tom todavía no ha solucionado esta cosa que odio, que si Tom aún no ha arreglado aquella otra cosa importante que prometió…

La única diferencia entre nuestros matrimonios es la misericordia.

Los errores de mi mujer no se van acumulando en mi mente hasta que terminan por definir su persona. Y mis errores, gracias a Dios, no resumen la percepción que mi esposa tiene de mí.

En el maravilloso discurso que el papa Francisco improvisó en el Encuentro Mundial de las Familias de Filadelfia, dejó bien claro este asunto:

“En la familia hay dificultades, en las familias discutimos, en la familia a veces vuelan los platos. En las familias los hijos traen dolores de cabeza. No voy a hablar de las suegras, pero en las familias siempre, siempre hay cruz, siempre. Porque el amor de Dios, el Hijo de Dios, nos abrió también ese camino. Pero en las familias también después de la Cruz hay Resurrección, porque el Hijo de Dios nos abrió ese camino. Porque la familia, perdónenme la palabra, es una fábrica de esperanza”

Tolstoi podrá haber dicho que todas las familias son parecidas. Todos nos enfrentamos a los mismos pecados, a los mismos errores.

Por supuesto los abusos crónicos, físicos, emocionales o de otro tipo, son una cuestión bien diferente; hay situaciones en las que uno de los cónyuges tiene que huir para ponerse a salvo.

Pero incluso sin llegar a los casos más extremos, a menudo un cónyuge ha insultado al otro como nadie lo hizo antes. A menudo uno de los esposos ha fallado al otro terriblemente, quizás de una forma definitiva para su vida.

Los esposos pueden llegar a hacer cosas imperdonables. Pero las familias más desgraciadas son las que se obsesionan con la herida, atrapadas en el banal fango del pecado y sin voluntad de pasar página y avanzar.

Por contrario, las familias felices lo son porque fueron liberadas por la misericordia y pueden desarrollarse más plenamente.

Quizás Tolstoi podría haber dicho: “Todas las heridas causadas por los pecados de las familias infelices se parecen, pero cada familia feliz ha encontrado la misericordia a su manera”.

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