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A 25 años del estreno de “El silencio de los corderos”: Fascinación por el horror

Antonio Rentero - publicado el 29/02/16

Nos fascina que el mal más absoluto habite en alguien refinado

No suele ser habitual que una novela tarde apenas tres años en llegar al cine, especialmente cuando hablamos de una película que resulta innegablemente triunfadora en taquilla, ante la crítica y ante los votantes de la Academia de Hollywood.

Pero esa infrecuente situación arrancó cuando en Estados Unidos de América se estrenó en fecha tan romántica como el 14 de febrero del año 1991 la película El silencio de los corderos, adaptación dirigida por Jonathan Demme de la novela El silencio de los inocentes que se había publicado en 1988.

La novela, escrita por Thomas Harris, era una secuela de su anterior trabajo El dragón rojo, obra que aterrorizó a millones de lectores que desde entonces temblaban al escuchar algún ruido en medio de la oscuridad de la noche.

La estructura era similar (asesino en serie con escalofriante proceder y agentes federales solicitando ayuda a un antiguo psiquiatra recluido por canibalismo) y en principio nada hacía sospechar que era esa novela la que podría dar inicio a todo un nuevo capítulo narrativo, temático y especialmente estilístico. Pero así fue.

En una inusual combinación de talento, que fue refrendada por los correspondientes premios de la Academia aquel año, el guionista (sin una carrera previa especialmente amplia ni brillante) consiguió trasladar el suspense, el morbo y la peculiar relación entre los dos protagonistas ampliando incluso la talla de ambos con respecto a la novela.

El director, Jonathan Demme, había estrenado previamente dos comedias a mayor gloria de sus protagonistas femeninas (Algo salvaje, con Melanie Griffth y Casada con todos con Michelle Pfeifer) y nada permitía sospechar que podría dirigir con el pulso firme que lo hizo un thriller policíaco que flirteaba con el terror, tanto psicológico y como “entrañable” (por referirnos amablemente a la casquería) mientras que sí era más sencillo esperar grandes interpretaciones de sir Anthony Hopkins en un papel que pasa por derecho propio a la Historia del Cine, capítulo villanos irresistiblemente atractivos, engrandeciendo al doctor Hannibal Lecter hasta una talla muy superior a la que probablemente le había otorgado en las propias novelas su creador.

Igualmente era esperable que la ya previamente oscarizada Jodie Foster (por Acusada, en 1988, aunque ya había estado nominada como mejor actriz secundaria en Taxi driver, en 1977) ofreciese (como así fue) un auténtico recital interpretativo.

De hecho, tan magnética resultó la relación que en pantalla ampliaba e intensificaba la contenida en la novela que dándole la vuelta a la tortilla las siguientes entregas de la serie obligaron al autor Thomas Harris a seguir la estela de lo que millones de espectadores de todo el mundo habían asumido en la pantalla.

El trasfondo que convirtió de manera casi histórica a El silencio de los corderos, una película que podríamos clasificar casi con total tranquilidad en el género del terror, en una vencedora completa en la ceremonia de los Oscar de 1992 (mejor película, mejor director, mejor actor principal, mejor actriz principal, mejor guión adaptado) tiene que ver con dos aspectos, esencialmente.

El más sencillo de explicar es puramente visual, estético, atmosférico… y tanto es así que tras el estreno de El silencio de los corderos hubo docenas de películas deudoras de ese estilo, incluso es innegable su inspiración para toda una serie icónica: Expediente-X: agentes especiales, bosques fríos, sótanos húmedos, linternas que rompen la oscuridad, crímenes truculentos, personajes enfermizos, golpes de efecto, tonos tristes en la ropa y los muebles…

Lo más complejo (y, reconozcámoslo, confesémoslo, lo que nos obliga a seguir mirando a la pantalla a pesar de lo objetivamente desagradable que nos muestra) tiene que ver con ese balcón sin barandillas que se asoma a lo más profundo del horror: la capacidad humana para cosificar a un semejante. Qué digo a uno, a una serie de semejantes.

Convertir a un ser humano en comida o ropa, así de crudo (no va con segundas) es lo que hacen los protagonistas de El silencio de los corderos.

El “sastre” vemos pronto que está bastante desquiciado y que más allá de la cárcel donde merece estar es en alguna institución mental. Y nos resulta físicamente desagradable y moralmente repugnante. Pero el problema llega con el “gourmet”.

El doctor Hannibal Lecter es inteligente, refinado, con educación y formación, capaz de apreciar la belleza y la excelencia. Y el sabor de unos riñones humanos acompañados de unas habas y un chianti. Casi podría colocar en su bio de Twitter “me gustan las personas… literalmente”.

Y nos fascina que el mal más absoluto habite en alguien que por lo demás podría pasar no ya por uno de nuestros semejantes sino como uno de los más excelentes.

Quizá, en el fondo, eso es lo que logró que hace ahora justo 25 años comenzase a fraguarse la reputación de El silencio de los corderos y su atractivo morboso, enfermizo casi, entre millones de espectadores, críticos y académicos de Hollywood: Hannibal Lecter nos permite asomarnos a lo peor que podemos albergar mirando a los ojos felinos, escrutadores, casi capaces de ver a través de nosotros, de un semejante que preferiríamos que no existiese en el mundo real. Y si existiese rogaríamos por no cruzarnos nunca en su camino.

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