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Mr. Robot o el hacker-yonqui que nos sume en la extrañeza

Jorge Martínez Lucena - publicado el 26/02/16

Una cruda búsqueda de sentido entre la multitud de imágenes que invitan a pensar en nuestra sociedad de la apariencia

El sentimiento predominante cuando uno entra en el vientre de esa anaconda alucinógena que es la teleserie Mr. Robot es el de extrañeza. Nada cuadra. El protagonista es Elliot Alderson, un programador que durante el día trabaja en una empresa de seguridad informática y en sus ratos libres es un brillante hacker informático del cual no tenemos demasiada información.

Sabemos que visita asiduamente la consulta de una psiquiatra, aunque no sabemos muy bien por qué. Sabemos que husmea en internet y que recaba información sobre las navegaciones internáuticas de su terapeuta, así como de la verdadera identidad de sus amantes a través de Ashley Madison.

Sabemos que utiliza los datos que recaba para destapar a pedófilos o para chantajear a sus objetivos con el fin de proteger a los débiles o de que le regalen un perro. Sabemos que le gusta drogarse con opiáceos como el Suboxone porque necesita fugarse de un mundo que se le hace insufrible, pero no quiere convertirse en un yonqui. Sabemos que le gusta ser protector con las mujeres que le rodean.

La estética de la serie también es sorprendente. La tipografía de los títulos de crédito inspiraba modernidad y tecnología en la época de los Commodore, Spectrum, MSX y Amstrad, pero hoy te introduce en la inquietante sensación de estar en una película de serie B al más puro estilo Tarantino.

Frente a la diafanidad y a la transparencia de los despachos empresariales y multinacionales, los ambientes en los que sucede la mayor parte de la trama parecen no corresponderse con ese mundo liso de los dólares sino con el universo mugriento de los yonquis o con los lóbregos espacios orinados de la enfermedad mental.

El montaje y la suciedad de la imagen recuerdan a películas como la inolvidable Requiem por un sueño (2000), de Aronofsky, Carretera perdida (1997), de Lynch, o incluso Videodrome (1983), de Cronenberg. El espectador flota en una sopa primordial hecha de un tiempo y un espacio fundidos, que no se dejan ordenar y que te suspenden en un interregno donde cohabitan las pesadillas, las visiones, las obsesiones, los delirios, el pasado, o imágenes cinematográficas tan sugerentes como el parque de atracciones de Coney Island abandonado, un paraíso de lo freak convertido en cuartel general de ese Anonymous ficticio llamado fsociety.

Por si fuera poco, en este ballet sonámbulo, una caterva de mujeres orbita en torno a este genio inexpresivo con cara de lagarto alucinado de ojos saltones sumido en un recurrente monólogo interior. Gracias a ellas Elliot mantiene contacto con el mundo. Krista lo ayuda a mantener la cordura. Angela vehicula su relación con su mundo laboral. Darlene lo conecta con los ideales nihilistas y revolucionarios al más puro estilo El club de la lucha (1999). Shayla le garantiza su acceso al propio cuerpo a través del placer de la sexualidad y de la droga.

Elliot vive en una especie de líquido amniótico materno en el que no para de encajar el envite de la realidad en una trama en la que parece que se preparan personajes delirantes, quizás para temporadas posteriores.

Es el caso de Tyrell Wellick, un alto ejecutivo free-rider y psicopático que trae a la memoria a American Psycho (2000) pero con una esposa embarazada de desconcertante belleza criminal (Stephanie Corneliussen: este nombre sonará) llamada Joanna que lo dobla en crueldad. También es el caso de Phillip Price, que en el último episodio se revela como una especie de príncipe de las tinieblas de las altas finanzas atrapado en el cuerpo de un adorable y aparentemente anciano que mueve con maestría los más delicados hilos del espíritu y que habita en el corazón del lujo.

En suma, una experiencia de visionado apasionante y llena de trampas. Una cruda búsqueda de sentido entre la multitud de imágenes que invitan a pensar en nuestra sociedad de la exposición, donde poco a poco nos vamos convirtiendo en etéreos yoes digitales arrastrados por un inmenso tsunami de ceros y unos de destino incierto y al que solo Google, Facebook y la NSA son capaces de sacar constantemente partido.

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