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CINE Y VALORES: Matar a un ruiseñor, “bienaventurados los misericordiosos…”

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 25/02/16

Un clásico de la recientemente fallecida Harper Lee sobre justicia y misericordia en el profundo sur americano

La semana pasada murió Harper Lee, una escritora norteamericana mundialmente conocida por su novela Matar a un ruiseñor (1960). Escribió poco más, pero con esa historia le bastó para llevarse el Pullitzer en 1961 y vender más de 30 millones de copias. Un bestseller en toda regla que tuvo también su aclamada adaptación al cine en 1962, con la que algunos consideran la mejor actuación de Gregory Peck, con la que ganó un Oscar como mejor actor en 1963.

A falta de tiempo para releer Matar a un ruiseñor, he dedicado dos horas a ver de nuevo la película. Mi sorpresa ha sido mayúscula. El olvido había trabajado mucho más de lo que imaginaba. Esperaba ver una película bonachona, intrascendente, incapaz de captar mi atención, y que no habría sabido envejecer. Por el contrario, me he encontrado con una historia tierna, extrañamente contradictoria, a la vez cruel y deliciosa, que ha puesto mi lagrimal a hacer gimnasia. Una de esas tramas en que, simplemente estando atento, uno sale de la proyección extrañamente cambiado, habiendo experimentado algo esencial.

La película tiene tres partes. En la primera, la narradora de seis años, “Scout” Finch, nos introduce en el vecindario de un caluroso pueblo de Alabama: con sus viejas chifladas; con Titi, el niño adorable que fantasea con su padre, al que nunca conoció; con sus seres misteriosos encerrados en sótanos que vagan sin rumbo por las noches. En Maycomb vive gente pobre, familias que han sido golpeadas por la Gran Depresión y que tienen una vida rural bastante más sencilla que la que llevamos hoy en día en las ciudades.

El protagonista es Atticus Finch, padre de la narradora y de Jem, un chico de diez años. Es un viudo ejemplar, cuya mera presencia educa. Es el respetado abogado de una población mayormente supersticiosa y poco alfabetizada. Encarna la voz de la humanidad civilizada frente a las injusticias propias del tremebundo racismo, firmemente arraigado en los estados sureños de la época.

En la segunda parte, se afronta el conflicto fundamental del relato. Atticus es nombrado defensor de oficio de Tom Robinson, un afroamericano acusado de haber golpeado y violado a una mujer blanca. Aquí transitamos puro género judicial. A medida que se va tomando declaración a los diferentes testigos va subiendo el nivel de conflicto.

Queda cada vez más claro que el acusado es inocente, pero que, a pesar de todo, va a ser considerado culpable debido a los prejuicios segregacionistas: el jurado está compuesto exclusivamente por hombres blancos; los negros sólo pueden acceder a la segunda planta de la sala del tribunal; Finch y el sheriff deben evitar el linchamiento nocturno del preso antes del juicio; Bob Ewell, el padre de la presunta víctima de violación, se emborracha y amenaza impunemente a Finch por defender a Tom Robinson; etc.

Pese a todas las pruebas aportadas por la defensa y a las justas sospechas de que fue Mayella Ewell la que intentó seducir a Tom Robinson, pese a que todo apunta a que fue Bob Ewell el que golpeó a su hija e inventó la sarta de injurias contra el inocente acusado, por miedo a la vergüenza de reconocer que su hija había vulnerado el tácito código racista, el jurado prefiere negar la propia conciencia en pro del estúpido sistema de creencias.

La tercera parte es el desenlace. Se llevan preso a Tom Robinson, tras su condena en primera instancia. Atticus le intenta insuflar esperanzas con respecto a la apelación, pero el peso de la injusticia vuelve loco al reo, que intenta escaparse mientras es conducido a la prisión. Es abatido por un guardia. Parece que los malos ganan: ese sería un final típico de nuestros días.

Sin embargo, Harper Lee soluciona la cosa de otro modo. Pasan meses de lo sucedido. Es de noche. Ewell vagabundea ebrio por el bosque y se encuentra con Jem y Scout, los hijos de Finch. Los ataca y, cuando parece que va a matar de nuevo a dos inocentes, aparece misteriosamente un hombre que le clava un cuchillo. La intriga crece. ¿Quién ha sido el buen samaritano? ¿Quién ha ejecutado al verdadero criminal: Bob Ewell?

La respuesta se nos suministra poco después en casa de los Finch. El verdugo es un inocente: otro humillado, otro diferente, otro considerado anormal por la mentalidad común, el mismísimo monstruo del lugar, sobre el que se cuentan las más horribles leyendas, Boo Radley (un jovencísimo Robert Duvall), un discapacitado mental o enfermo psiquiátrico que vive encerrado en casa de sus padres y que ha sido el secreto vigilante de los niños.

El estigmatizado resulta ser, así, la presencia más benéfica y bienaventurada, el método del que se vale el destino para mantener equilibrada la balanza, sin necesidad de recurrir a la malsana venganza. Todos se dan cuenta de eso. Incluso el sheriff Heck Tate, que, entendiendo perfectamente la situación, le dice a Atticus Finch que, por lo que a él respecta, Bob Ewell se cayó sobre su propio cuchillo. Encerrar al pobre Boo Radley sería, como afirma Scout, “Matar a un ruiseñor”. En fin: bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia.

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