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Papa Francisco a los presos: No hay lugar donde no llegue la misericordia de Dios

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Vatican News - publicado el 17/02/16

Discurso en el penitenciario de Ciudad Juárez

Queridos hermanos y hermanas,

Estoy concluyendo mi visita a México y no quería irme sin venir a saludarlos, sin celebrar el Jubileo de la Misericordia con ustedes.

Agradezco de corazón las palabras de saludo que me han dirigido, en las que manifiestan tantas esperanzas y aspiraciones, como también tantos dolores, temores e interrogantes.

En el viaje a África, en la ciudad de Bangui, pude abrir la primera puerta de la misericordia para el mundo entero. De este jubileo, porque la primera puerta de la misericordia la abrió Dios Padre con su Hijo Jesucristo. Hoy, junto a ustedes y con ustedes, quiero reafirmar una vez más la confianza a la que Jesús nos impulsa: la misericordia que abraza a todos y en todos los rincones de la tierra. No hay espacio donde su misericordia no pueda llegar, no hay espacio ni persona a la que no pueda tocar.

Celebrar el Jubileo de la misericordia con ustedes es recordar el camino urgente que debemos tomar para romper los círculos de la violencia y de la delincuencia. Ya tenemos varias décadas perdidas pensando y creyendo que todo se resuelve aislando, apartando, encarcelando, sacándonos los problemas de encima, creyendo que estas medidas solucionan verdaderamente los problemas. Nos hemos olvidado de concentrarnos en lo que realmente debe ser nuestra verdadera preocupación: la vida de las personas; sus vidas, las de sus familias, la de aquellos que también han sufrido a causa de este círculo de la violencia.

La misericordia divina nos recuerda que las cárceles son un síntoma de cómo estamos como sociedad, son un síntoma en muchos casos de silencios y omisiones que han provocado una cultura de descarte. Son un síntoma de una cultura que ha dejado de apostar por la vida; de una sociedad que poco a poco ha ido abandonando a sus hijos.

La misericordia nos recuerda que la reinserción no comienza acá en estas paredes; sino que comienza antes, comienza “afuera”, en las calles de la ciudad. La reinserción o rehabilitación, como le llamen, comienza creando un sistema que podríamos llamarlo de salud social, es decir, una sociedad que busque no enfermar contaminando las relaciones en el barrio, en las escuelas, en las plazas, en las calles, en los hogares, en todo el espectro social. Un sistema de salud social que procure generar una cultura que actúe y busque prevenir aquellas situaciones, aquellos caminos que terminan lastimando y deteriorando el tejido social.

A veces pareciera que las cárceles se proponen incapacitar a las personas a seguir cometiendo delitos más que promover los procesos de reinserción que permitan atender los problemas sociales, psicológicos y familiares que llevaron a una persona a una determinada actitud. El problema de la seguridad no se agota solamente encarcelando, sino que es un llamado a intervenir afrontando las causas estructurales y culturales de la inseguridad, que afectan a todo el entramado social.

La preocupación de Jesús por atender a los hambrientos, a los sedientos, a los sin techo o a los presos (Mt 25,34-40) era para expresar las entrañas de la misericordia del Padre, que se vuelve un imperativo moral para toda sociedad que desea tener las condiciones necesarias para una mejor convivencia. En la capacidad que tenga una sociedad de incluir a sus pobres, sus enfermos o sus presos está la posibilidad de que ellos puedan sanar sus heridas y ser constructores de una buena convivencia. La reinserción social comienza insertando a todos nuestros hijos en las escuelas, y a sus familias en trabajos dignos, generando espacios públicos de esparcimiento y recreación, habilitando instancias de participación ciudadana, servicios sanitarios, acceso a los servicios básicos, por nombrar sólamente algunas medidas. Ahí empieza todo proceso de reinserción.

Celebrar el Jubileo de la misericordia con ustedes es aprender a no quedar presos del pasado, del ayer. Es aprender a abrir la puerta al futuro, al mañana; es creer que las cosas pueden ser diferentes. Celebrar el Jubileo de la misericordia con ustedes es invitarlos a levantar la cabeza y a trabajar para ganar ese espacio de libertad anhelado. Celebrar el jubileo de la misericordia con ustedes es repetir esa frase que escuchamos recién, tan bien dicha y con tanta fuerza: Cuando me dieron mi sentencia, alguien me dijo: no te preguntes por qué estás aquí, sino para qué. Que este para qué nos lleve adelante, que este para qué nos lleve a saltar las vallas de ese engaño social que cree que la seguridad y el orden solamente se logra encarcelando.

Sabemos que no se puede volver atrás, sabemos que lo realizado, realizado está; por eso he querido celebrar con ustedes el Jubileo de la misericordia, ya que eso no quiere decir que no haya posibilidad de escribir una nueva historia,  una nueva historia, hacia delante, “para qué”. Ustedes sufren el dolor de la caída y ojalá que todos nosotros suframos el dolor de las caídas escondidas y tapadas, sienten el arrepentimiento de sus actos y sé que, en tantos casos, entre grandes limitaciones, buscan rehacer su vida desde la soledad. Han conocido la fuerza del dolor y del pecado, no se olviden que también tienen a su alcance la fuerza de la resurrección, la fuerza de la misericordia divina que hace nuevas todas las cosas. Ahora les puede tocar la parte más dura, más difícil, pero que posiblemente sea la que más fruto genere, luchen desde acá dentro por revertir las situaciones que generan más exclusión. Hablen con los suyos, cuenten su experiencia, ayuden a frenar el círculo de la violencia y la exclusión. Quien ha sufrido el dolor al máximo, y que podríamos decir “experimentó el infierno”, puede volverse un profeta en la sociedad. Trabajen para que esta sociedad que usa y tira a la gente no siga cobrándose víctimas. Y al decirles estas cosas en recuerdo de lo que Jesús dijo, el que esté sin pecado que tire la primera piedra, yo me tendría que ir. Al decirles estas cosas no lo hago como quien da cátedra, con el dedo en alto. Lo hago desde la experiencia de mis propias heridas, de errores y pecado que el Señor quiso perdonar y reeducar. Lo hago con la conciencia de que sin su gracia y sin mi vigilancia, podría volver a repetirlos. Hermanos, siempre me pregunto, al entrar en una cárcel, ¿por que ellos y yo no? Y es un misterio de la misericordia divina. Pero esa misericordia divina hoy la estamos celebrando todos mirando hacia adelante con esperanza.

Quisiera también alentar al personal que trabaja en este Centro u otros similares: a los dirigentes, a los agentes de la Policía penitenciaria, a todos los que realizan cualquier tipo de asistencia en este Centro. Y agradezco el esfuerzo de los capellanes, las personas consagradas y los laicos que se dedican a mantener viva la esperanza del Evangelio de la Misericordia en el reclusorio. Los pastores, todos los que se acercan a darles la Palabra de Dios. Todos ustedes, no se olviden, pueden ser signos de la entrañas del Padre. Nos necesitamos los unos a los otros. Nos decía recién nuestra hermana, recordando la carta de san Pablo a los Hebreos, siéntanse encarcelados con ellos.

Antes de darles la bendición me gustaría que rezáramos un rato en silencio. Cada uno sabe lo que le tiene que pedir al Señor. Cada uno sabe de qué le tiene que pedir perdón. También les pido a ustedes que en esta oración de silencio agrandemos el corazón para poder perdonar a la sociedad que no supo ayudarnos y que tantas veces nos empujo a los errores. Que cada uno pida a Dios, desde la intimidad del corazón, que nos ayude a creer en su misericordia. Oramos en silencio

Y les pido que no se olviden de rezar por mí.

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