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The Fall: caza mayor en Belfast

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 16/02/16

La idea que inocula la serie: la mujer es buena, el hombre es malo, y el machismo es culpa de la Iglesia católica

A veces nos da la sensación de que ponerse delante de una serie de televisión es como darse un baño en la playa en pleno agosto: es… refrescante. Esto es, que tras el visionado te quedas igual, aunque un poco menos aplastado en el suelo, ganas en levedad y acopias fuerzas para reemprender el vuelo y la ardua cotidianeidad.

Muy probablemente esto sea cierto en buena parte de los productos audiovisuales a nuestra disposición en el mercado mediático. Lo que es seguro es que no es así en todos. Aunque no nos apercibamos, muchas de las historias que consumimos están trufadas de valoraciones morales que devoramos acríticamente como si fuésemos el mismísimo Pacman. Muchas de esas afirmaciones soterradas, que muy a menudo no llegan al tribunal de nuestra razón, se acumulan en nuestros inconscientes en forma de convicciones instintivas que articulan reticularmente nuestros sistemas de creencias por defecto.

Muchas veces nos escandalizamos del porno, la ultraviolencia, el gore y los snuff movies, donde no hay engaño para el espectador y éste devora exactamente la dieta que ha escogido. Y, sin embargo, es mucho más artero y sutil lo que podemos rastrear en algunos productos de gran consumo aparentemente inofensivos, capaces de mecernos en el más puro entretenimiento con una producción impecable.

Un ejemplo de esto lo encontramos en la miniserie británica La caza (The Fall) (2013-), de la que ya hemos visto dos temporadas e, impacientes, esperamos la tercera. Se trata de un thriller psicológico ambientado en la siempre prebélica ciudad de Belfast. Allí asistimos a dos cazas: la que un asesino en serie, Paul Spector (Jamie Dornan), lleva a cabo de sus presas, treintañeras morenas atractivas y con éxito profesional, a las que acecha, ataca, estrangula, lava, pinta y coloca estratégicamente en escenas del crimen estéticamente detallistas; y la que una policía inglesa, Stella Gibson (Gillian Anderson), realiza del mencionado psicópata.

Los atractivos de la serie son indudables. Las interpretaciones de los dos actores principales están a un nivel muy alto. Los personajes que estos interpretan han sido construidos con una innegable maestría. La trama te va atrapando progresivamente desde el minuto uno hasta el sexto capítulo de la segunda temporada, en el que el final es un cliffhanger de los de siempre, que te pone a comerte las uñas a la espera de más.

En ese sentido es muy recomendable. La tensión psicológica entre la policía y el asesino va creciendo, recordándonos a parejas de este tipo como la que vimos entre Jodie Foster y Anthony Hopkins en El silencio de los corderos (1991), aunque Paul Spector es bastante más joven y atractivo y atolondrado que el mítico Hannibal Lecter.

Lo que me parece menos atractivo es que a través de múltiples detalles de la historia, que aquí no hay tiempo para ir analizando pormenorizadamente, el espectador se vea sometido a un constante e inadvertido bombardeo de valoraciones maniqueas en las que la mujer es buena y el hombre es malo, con contadas excepciones, y donde la cultura irlandesa católica es retrógrada y el origen de todos los males, y la inglesa es la salvífica portadora de la modernidad, también con contadas excepciones.

De hecho, según se ve, los polos nocivos se juntan. La tradición va asociada con una injustificada superioridad del hombre. La modernidad conlleva la liberación de la mujer, a la que nuestra sociedad tanto se resiste.

Sin juzgar la parte de verdad que pueda haber en estas afirmaciones y la voluntad más o menos justa de los guiones de llevar a cabo un acto de discriminación positiva, echamos de menos mecanismos narrativos que ayuden al consumidor de la mencionada ficción a tomar conciencia de lo que se está diciendo, y por qué y para qué se está diciendo. Porque, como hemos visto de la mano de Charlie Brooker en teleseries como Black Mirror (2011-), no hay contradicción entre el buen entretenimiento y la posibilidad de crítica consciente. Algo que en algún lugar he llamado pensamiento pop.

Pongo algunos ejemplos de esto que digo presentes en el guión.

Paul Spector es un sociópata irlandés cuya personalidad tiene mucho que ver con su estancia en el orfanato del padre Jensen, un sacerdote católico que está en la cárcel por haber abusado de muchos niños. Aparentemente es un padre de familia ejemplar, con dos hijos pequeños a los que mima y quiere, pero en el fondo es un depredador de mujeres emancipadas. Es también curioso que alguien como él pida perdón a los familiares de una de sus víctimas cuando se entera de que ella estaba embarazada y llevaba una vida en su interior.

Stella Gibson, sin embargo, es la buena de la película y constantemente choca con la cultura machista de Belfast. Es criticada por su jefe, Jim Burns, porque se acuesta con hombres casados una sola noche por mero placer, cuando él mismo se acostó con ella en el pasado estando casado. Es atacada por el mismo Jim Burns porque este, estando borracho, se abalanza sobre ella con intención de abusar de ella, y Stella se tiene que defender rompiéndole la nariz.

Es rechazada en su propuesta homosexual por la Dra. Smith justo cuando ya van a subir a la habitación de Stella, porque, según la misma Reed Smith reconoce, no puede hacerlo por haber sido educada en Croydon, no por nada más. Es linchada en los medios de comunicación irlandeses por hacer declaraciones a la prensa con un escote demasiado pronunciado en su camisa.

Es reiteradamente interrogada sin razón por el policía que investiga la muerte del Sargento Olsen, que pasó la noche con ella justo antes de llegar a su casa y ser asesinado, y ella le espeta: “Eso es lo que realmente te preocupa, ¿no? El lío de una noche. Hombre folla a mujer. Sujeto: Hombre. Verbo: folla. Objeto: mujer. Eso está bien. Mujer folla a hombre. Mujer: sujeto. Hombre: objeto. Eso no es tan aceptable para ti, ¿no es así?”.

Incluso, en la conversación que mantiene con Jim Burns en el lavabo mientras caritativamente le cura el sangrado de su nariz, ella llega a afirmar: “La forma humana básica es la mujer. La masculinidad es una especie de defecto de nacimiento”. O, en otro momento, le habla con admiración a su asistente en la investigación de la etnia matrilineal Mosuo, donde las mujeres sólo pasan una noche con los hombres cuando quieren quedarse embarazadas, para luego desentenderse de cualquier vínculo con ellos.

Como he dicho anteriormente, muy probablemente la intención del guion es la de defender a la mujer en una sociedad en la que todavía hay demasiadas estructuras que fomentan la desigualdad. Sin embargo, de retruque, se alimentan sinécdoques e imaginarios según los cuales la iglesia católica es la responsable de todos los males sociales, y los hombres, por el mero hecho de ser hombres, deben ser considerados sospechosos por aliados de una mentalidad falocéntrica, o como se prefiera llamarla, para demonizarla.

Haciendo visible lo invisible, haciendo explícito lo implícito, nos podemos ayudar a poner en su justo lugar el valor de la imágenes que nos entran en tromba diariamente por las pupilas.

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