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Busca tu verdadero tú

Cristianas del Pakistán rezando

© Asianews

Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/02/16

Cava hondo para ver qué fuerzas tienes, para saber cuál es tu verdad, lo que te hace ser quien eres

En el desierto Jesús se encuentra consigo mismo. En el silencio, frente al cielo ancho y el paisaje igual, que no distrae, está solo con su Padre.

En la soledad me encuentro conmigo mismo, con el Espíritu de Dios y también con las tentaciones del diablo.

En la hondura del alma me habla Dios. Allí no hay nada que me distraiga. Me encuentro con los límites y con las fuerzas que me da Dios para la vida. Con el miedo y los sueños. Y allí puedo elegir. El corazón experimenta el miedo, la soledad, los límites, la necesidad. Se plantea la vida a fondo.

Jesús me enseña el camino en el desierto. Allí cavo hondo para ver qué fuerzas tengo. Para saber cuál es mi verdad, lo que me hace ser quien soy, lo que me hace único. Allí tiene lugar el encuentro con el Dios de mi vida.

Jesús fue conducido al desierto. Su Padre no le deja solo. Es conducido y esa expresión implica una docilidad que me conmueve. Jesús, hijo de Dios, nuestro Salvador, es llevado, se deja guiar.

Cuando me voy al desierto y me despojo de todo lo que cada día hace que vaya de una cosa a otra, sin profundizar, cuando detengo mis pasos y acallo mi alma, cuando dejo de lado el móvil, las preocupaciones, las necesidades de los hombres… en ese momento de soledad me encuentro con mi pobreza.

Es mi desierto en el que me veo como soy, despojado de mis seguridades, expuesto en mi desnudez. Me veo en mi debilidad y en mi grandeza. Me veo en mi pureza y mi impureza. En mis alegrías y mis tristezas. Veo quién soy y me conmuevo.

Me veo desvalido y necesitado. Como un niño que acalla el grito de angustia al notar la cercanía de su padre. En el desierto no hay más voces que las mías, que surgen de lo más hondo, y la voz de Dios que intenta calmarme.

Me gusta pararme de vez en cuando y hacerme preguntas, y volver a escuchar de nuevo esa voz de Dios grabada en el alma que me recuerda su amor. En mi desierto. Ese amor suyo que es una marca indeleble que no desaparece. Como el beso de la ceniza. La marca de su amor en mi alma para siempre.

Una persona rezaba: “Me gustaría hablar mucho contigo. No te escucho. Te digo cosas y Tú hablas en mi oído. Y yo no escucho. Si tuviera el silencio que no es mío. Si tuviera la paz que se me escapa. Si pudiera tocarte cada día. Si supiera amar como Tú amas. Si conociera bien cómo quererte. Si al tocar el cielo te tuviera. Adoro ese silencio que no encuentro. Te quiero más de lo que entiendo. Te amo más de lo que sueño. ¡Qué lejos estoy de ser tuyo! ¡Cuánto me cuesta no apegarme al mundo! El ruido, la vida, las prisas. Anhelo tu paz y tu silencio”.

Muchas veces no encuentro el silencio. Ni el desierto. Pero es importante buscarlo en este tiempo. En el desierto surgen mis miedos de siempre, esos miedos que tapo cuando corro. Cuando dejo de tocar lo que soy y hago lo de todos.

Yo sé que también soy llevado por Dios, guiado por Él. Me gustaría ser más consciente de su amor que conduce mi vida. Sentir que soy empujado por Él, por su brisa, por sus manos. Sólo en el desierto puedo darme cuenta de su presencia. Si no es allí no oigo mucho.

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