El sentido original de la palabra “conversión” (del griego: metanoia ) se ha perdido bastante debido a una reducción moralista y voluntarista del término.
Muchas veces se simplifica en afirmaciones como “cambiar de actitud”, “tener un mayor compromiso”, “ser más solidario”, etc.
Otras veces se afirma: “la conversión es toda la vida”, lo que esconde una postergación constante y el riesgo de no convertirse nunca.
Aunque es cierto que la conversión no es de una vez para siempre y requiere una renovación constante, especialmente predicada en cada cuaresma, no es menos cierto que esta expresión refiere a un momento decisivo en la vida: decidirse por Dios de modo radical (hasta las raíces).
La experiencia de la propia contradicción frente a Dios es una constante en la vida cristiana, en esa tensión entre la gracia y el pecado, entre desear y buscar a Dios y no dejarse amar por él, parándose en las propias seguridades.
San Pablo y san Agustín hablan de ello con profunda claridad. Nuestro corazón inquieto busca a Dios, ansiamos ser amados incondicionalmente y anhelamos su presencia. Pero también lo evitamos, huimos de él y no queremos correr el riesgo de acercarnos demasiado.
Muchas veces se mantiene a Dios a cierta distancia, “cerca, pero no tanto”. ¡No es fácil dejarse amar por un amor ilimitado! Asusta un poco.
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