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¿Sexo con tu pareja? Ama y haz lo que quieras

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François-Marie d'Hermon - publicado el 09/02/16

Pero atención en el noviazgo: los seres humanos no pueden “probarse” como se prueba un coche

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A lo largo del camino de su noviazgo, los futuros cónyuges cristianos están invitados a explorar su promesa de convertirse en sacramento recíproco en presencia de Cristo.

Así, una vez casados, podrán inscribir íntimamente sus vidas en la comunión del amor divino y luego, de una manera más específica, conducirlo hacia su propia vocación.

En este contexto, la pareja comprometida debe aprender cuanto antes a no vivir según el régimen de una ley, sino según el régimen de la gracia.

Sin embargo, bajo el gobierno de la gracia no existe otra ley que la del amor, que es una ley de total libertad, según recomienda san Agustín: «¡Ama y haz lo que quieras!”.

Por ello, podemos decir que en el nuevo sistema que experimentan a partir de ahora, como futuros esposos, los novios dejan de depender en su relación de cualquier lista de cosas permitidas o prohibidas, de cosas que pueden o no pueden hacer, de abandonar las cosas que tenían por costumbre hacer.

Para un discípulo de Jesucristo, “este es mi cuerpo” significa la entrega total de su vida.

Entonces, ¿todo está permitido durante el periodo de noviazgo prenupcial? Sí… pero no… Cuando San Pablo habla de la ley moral, plantea una pregunta: “¿Todo vale?”, a lo que añade de inmediato: “Todo me está permitido, pero no todo me conviene”.

Lo conveniente quiere expresar aquello que es edificante, en todos los sentidos: construcción, elevación y santificación.

Aplicado a los prometidos, la frase de san Pablo viene a decir: ciertos “enredos” de los novios pueden dificultar la tarea de construir, elevar y santificar su relación amorosa, en vista del sacramento del matrimonio del cual quieren ser ministros y súbditos.

Estas actividades “no edificantes” son, en primer lugar, todas las que son y siempre serán incompatibles con el amor conyugal, aquellas inspiradas por la frivolidad, la vanidad, el egoísmo, la posesividad, la brutalidad, la grosería, la cólera, etc.

Luego están las actividades que sin duda son maravillosamente constructivas para la relación conyugal de casados, pero que no resultan edificantes durante el noviazgo porque son prematuras. Son, principalmente, los actos sexuales.

De hecho, si son realizados antes del matrimonio, dichos actos separan aquello que Dios ha unido.

Para nuestra felicidad, nuestro Padre Dios ha conjugado las dos mayores pruebas de amor que un hombre y una mujer son capaces de ofrecerse mutuamente: la unión sexual y el compromiso público, total, exclusivo y definitivo de dar su vida al elegido o la elegida de sus corazones.

Además, estas dos enormes pruebas de amor las reunió Jesucristo por nuestra salvación e hizo de ellas el icono de su unión con la Iglesia.

Es por ello que el gran misterio del amor de los cónyuges participa de la realización del misterio de la Encarnación. Para un discípulo de Jesucristo, la frase “este es mi cuerpo” significa la entrega total de su vida.

Además, no es ninguna casualidad que nuestro Señor quisiera realizar la primera señal de su misión con motivo de una boda, en Caná de Galilea. El agua del amor de los novios se compromete a transformarse en vino divino. De esta forma la gracia del sacramento del matrimonio no hace sino “elevar el amor humano en amor divino” (Concilio Vaticano II).

La castidad eleva y santifica las relaciones sexuales

La guía de buen uso de las relaciones sexuales según la buena voluntad de Dios recibe el nombre de castidad.

En el contexto del matrimonio cristiano, la castidad no es una virtud que obliga a rechazar, menospreciar o limitar las relaciones sexuales. ¡Todo lo contrario!

La castidad es una virtud por cual los cónyuges son perseverantes en la labor de elevar y santificar sus relaciones, incluyendo el sexo, orientándolas hacia una realización plena del amor, según la bondadosa determinación de Dios.

Dios vio todo aquello que hizo, que era muy bueno. Bajo la forma de un único ser y de tal manera que la voluntad de Dios Padre es hecha tanto en la tierra como en el cielo, los esposos cristianos tienen el privilegio inefable de ¡poder vivir su abrazo amoroso “en la gloria de Dios”!

Esto confiere a sus relaciones sexuales una cualidad de sublime que ni los más osados de entre los fornicadores hedonistas podrían más que presentir en su frenética búsqueda, cada vez más insaciable, del placer por el placer.

Para inscribir su proyecto de vida común en la realización de la voluntad del Padre, las parejas de prometidos también han de inscribir sus relaciones en la práctica de la castidad.

Sin embargo, antes del matrimonio, la práctica de esta virtud implica una auténtica renuncia: la de abstenerse de toda relación sexual, para que los novios puedan elevar y santificar sus relaciones.

Se trata para ellos entonces de un momento de ascesis, para construir una relación casta que finalizará maravillosamente durante la consumación de su matrimonio.

Dios es amor y no hay más que un único amor, aquel que proviene de Dios

Esperar a la noche de bodas para rendir homenaje a la virginidad de los novios, mutuamente elegidos desde sus corazones, éste constituye el regalo más hermoso que podemos ofrecer.

También es un claro signo de regalo exclusivo y definitivo, que cada uno hace desde su más profundo ser.

Pero es, ante todo, el más puro y bello acto de fe en su amor que los recién casados ​​podrían hacer. De hecho, no hay mayor prueba de fe en el amor que la de querer escribir su historia de amor según el cumplimiento del deseo bondadoso de Dios.

Dios es amor y no hay más que un único amor, aquel que proviene de Dios. Desde esta perspectiva, incluso las parejas que ya compartieron su intimidad antes de decidirse por el matrimonio cristiano, son invitadas a poner su relación bajo el signo de la castidad y a renunciar a toda relación sexual durante el tiempo de preparación para el matrimonio.

Si ya viven juntos, se les invitará a una convivencia “como hermanos y hermanas”, hasta el día de su boda.

Como vemos, los prometidos se enmarcan en un contexto contrario a la concepción de que es necesario un periodo de cuasi matrimonio, un tiempo de prueba, desde luego sin ser totalmente consumado, pero durante el cual la mayor pregunta sería la de saber si pueden llegar más lejos en su proyecto.

Bien es cierto, no obstante, que los prometidos podrían adquirir la certidumbre de que todo va bien con “él” o que todo va bien con “ella”, de que de verdad quieren organizar su vida haciendo rimar “amor” con “para siempre”, dejando de pensar en términos de “yo” para pensar desde la perspectiva de “nosotros”.

Sin embargo, no se pueden encontrar las respuestas a estas preguntas simulando una vida más o menos marital. ¿Cuántas parejas habremos visto que han vivido maritalmente durante años y que terminan separándose poco tiempo después de casarse por fin?

Los seres humanos no pueden “probarse” como se prueba un coche antes de comprarlo. La cuestión esencial del matrimonio cristiano no se encuentra aquí.

Por lo tanto, antes de que se comprometan definitivamente y de que consagren sus vidas a Dios consagrándose el uno al otro, es bueno que los novios se den un tiempo de preparación ascética, un tiempo similar al retiro que Cristo hizo al desierto antes de embarcarse en su vida pública.

Por lo tanto, del mismo modo que Jesús en el desierto preparó su misión terrestre privándose de alimento, incluso cuando su misión debía llegar a su plenitud en el transcurso de una cena; de la misma forma, los futuros esposos, durante su noviazgo prenupcial, se preparan para su misión personal privándose de toda consumación sexual, incluso cuando su misión encontrará plena realización en el transcurso de su unión sexual, que significará la indisolubilidad de la unión de sus cuerpos, sus almas y sus espíritus.

“Entonces, ¿cuáles son las caricias permitidas durante el noviazgo?”

Cuando Jesús se retiró al desierto, ¡la cuestión no era saber la cantidad de caviar que podía comer sin contravenir su ayuno! De igual modo, es totalmente irrelevante preguntarse en qué punto exacto los prometidos habrán llegado demasiado lejos en sus caricias sexuales.

En realidad, el noviazgo sirve para edificar los cimientos de un compromiso irrevocable de la misma naturaleza que una consagración religiosa, además de la especificidad sacramental. Y ya lo hemos visto, esto sólo se puede conseguir en un “desierto” en términos de experiencias sexuales.

Durante este tiempo de retiro “al desierto” en el plano sexual, en este periodo en el que los novios juntos, el uno por el otro y el uno con el otro, quieren prepararse para el matrimonio en la castidad, es conveniente que no sobrevaloren sus fuerzas: el espíritu es ardiente, pero la carne es débil.

Los prometidos se aman como jamás han amado a nadie y sus emociones pueden abrumarles como una ola que ni la más determinada resolución podrá contener.

Es cuando las aguas están calmas cuando tienen que hacerse fuertes, cuando todavía tienen control total de sí mismos.

Por eso, la castidad perfecta durante el noviazgo requiere que el delicado velo de un firme pudor impida el acceso a cualquier estimulación de las zonas genitales.

Esto no prohíbe las muestras de verdadera ternura, los besos suaves y los abrazos castos. Pero las caricias sí quedan excluidas a partir del momento en que, precisamente, uno empiece a dudar de si estarán o no permitidas durante el noviazgo.

A decir verdad, el noviazgo cristiano es parecido, en muchos sentidos, a una batalla espiritual.

Las mejores armas para salir vencedor son precisamente las virtudes que harán exitoso a un matrimonio: el autocontrol, el pudor, la pureza de corazón, pero también la dulzura, la delicadeza de sentimientos, la ternura de los gestos, todo alrededor de la oración en común de un solo corazón y de una única alma.

En el punto álgido de este combate espiritual, la vida amorosa de los novios tendrá como fuente y cumbre la Eucaristía, el sacramento de la unidad en el amor, que les revelará qué hacer con lo que dicen sus cuerpos.

De esta forma, el periodo de preparación para el matrimonio habrá sido para los novios un auténtico periodo de edificación, un tiempo en el que habrán construido en la roca la base de su matrimonio: “Cayó la lluvia, vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y azotaron aquella casa, pero ésta no se vino abajo, porque estaba fundada sobre la roca” (Mt 7:25).

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