Responde un ciudadano del siglo II asombrado por un nuevo grupo: “Habitan en su propia patria, pero como forasteros…” ¿En qué hace Jesús que nuestra vida sea diferente? ¿Dónde está lo sagrado, dónde los milagros en una vida sencilla aparentemente oculta y silenciosa? ¿Acaso no vivimos como todo el mundo? ¿No hacemos lo mismo que todos? ¿No amamos las mismas cosas?
Ya lo decía una carta del siglo II dirigida a un tal Diogneto: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto”.
Es cierto. Vivimos donde los demás viven, y tal como ellos viven. A veces nos gustaría ser distintos, marcar diferencias, vivir en otros lugares.
A algunas familias cristianas les gustaría vivir en un mismo poblado, para cuidar la vida de Cristo entre ellos. Protegiéndose un poco del mundo que a veces parece tan hostil.
Pero me gusta pensar que ser cristiano sucede en medio del mundo, en las ciudades de todos, con un lenguaje común. Puede ser entonces que me gusten las cosas que les gustan a otros. El mismo lago, la misma barca. Las mismas realidades, los mismos sueños.
Puede ser que nos esclavicemos de lo mismo y dependamos de los mismos amores. Que veamos las mismas películas y nos preocupen cosas parecidas. Entonces, ¿en qué nos diferenciamos de aquellos que no creen en nada?
Continúa la carta: “Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida”.
Esta descripción de los primeros cristianos siempre me conmueve. La vuelvo a leer y me alegra tanto ser cristiano, ser de Cristo, vivir para Él. Pero a veces me siento tan lejos de ese ideal. Temo que ser del mundo me haga vivir como todos, sin diferencia.
No quiero olvidar que soy ciudadano del cielo, aquí en la tierra. Quiero que Jesús venga a mi barca cada mañana para invitarme a ir mar adentro. Y me recuerde que tengo en el alma grabada la promesa de plenitud, la esperanza de una pesca milagrosa, de un mar sin orillas, de un mar hondo e inabarcable, de un sueño eterno que supera mis días grises.
No quiero olvidar que Dios me ha creado para dejarme la vida entre los hombres, como Él, cada día. Amando lo que Dios pone en mi camino sin dejar de mirar más allá, mar adentro, trascendiendo la vida caduca que se me regala.
Sueño con un mundo más pleno en el que amaré con el amor de Cristo. Sueño con vivir de acuerdo a las normas del mundo, pero sabiendo que las normas que de verdad me importan son las de Dios en el alma.
A veces podré pensar que no hago lo suficiente con mis pobres redes en mi intento constante de cambiar el mundo. Miraré mi vida con nostalgia y me gustaría que fuera más plena, más llena de vida. Puede ser.
Pero vuelvo a mirar a Jesús y sé que Él sólo vivió tres años de un lado para otro haciendo milagros, curando, hablando de la misericordia. Y treinta años los pasó en una rutina santa en familia.
Pienso que Jesús quiere que mi rutina sea sagrada. Mis redes y mi barca. Que me admire cada día de nuevo ante gestos que repito cada mañana, gestos integrados en el alma. Gestos sencillos que a veces no valoro porque ya son míos. Gestos que son de Dios en mí, aunque no me dé cuenta.
Jesús quiere que yo tome mi vida con asombro sabiendo que es la misma que dejé la noche pasada, el mes pasado, el año anterior. Con la alegría de lo cotidiano.
Puede ser que a veces descuide con mis prisas y superficialidades las fuentes que alimentan mi alma. Dejo entonces de lado esos pozos hondos en los que bebí durante tanto tiempo. Los olvido, tal vez se secan.
Y me vuelvo más impaciente todavía con la vida que llevo. Y busco nuevas fuentes pensando que las antiguas ya no me dan vida. Y corro el peligro de no ser fiel a mi historia, a mi vida sagrada. Por eso no acabo de estar seguro de si cambiar es necesariamente algo de sabios.
Sólo quiero cambiar si me lo pide Dios de forma clara. Cambiar por cambiar no me parece lo más oportuno.
Creo que la santidad es algo cotidiano y sencillo. No sé por qué esa manía de algunos de querer dejar un testamento espiritual al mundo, obras que sean reconocidas, pescas milagrosas que sean recordadas.
La rutina de la pesca diaria parece insignificante. Pero sí que vale la pena el esfuerzo de pescar y bregar todo el día intentando conseguir algo. De hacer y deshacer, de luchar hasta dejarnos la vida. No importa tanto el fruto final. Importa mi entrega generosa, callada.
Creo en ese deseo de ser más feliz, más libre, más pleno. Pero la vida no se mejora simplemente cambiando las cosas que estorban. Se mejora en realidad cambiando la actitud del alma ante las cosas y personas que me cuestan. La mirada sí que importa.
Pienso en tantos cristianos que han vivido en la misma tierra, en este mismo mundo sin ser del mundo. Y lo han vivido todo de forma diferente. Pienso que yo puedo hacerlo igual. Echar raíces sin dejar de pensar en el cielo. Amar la tierra sin dejar de amar a Dios en ella. Perder la vida sabiendo que la vida que siempre tengo es eterna.
De nuevo me lo pregunto, ¿en qué me distingo de los que no creen en nada? Me gustaría distinguirme en lo importante. En mi forma de amar y ser amado. En mi forma de darme cada mañana. En mi manera de llevar las contrariedades, de enfrentar el fracaso y la pérdida.
Me gustaría ser diferente en la forma de mirar al prójimo. Mirar con misericordia, acogiendo, enalteciendo. Mirar sin juzgar, sin condenar, sin despreciar.
Me gustaría ser más agradecido y más respetuoso con la vida que llevo, con mi barca vieja y cansada, con mis redes rotas, con los peces que pesco cada día. Me gustaría llegar a la noche lleno de esperanzas. Feliz de vivir la vida que vivo. Dispuesto a amanecer otra mañana con el alma llena de fuego y de pasión por la vida.