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¿Qué dejaré en esta tierra cuando ya no esté?

Huellas en la arena

© Esparta Palma / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/02/16

A veces una vida común no nos parece suficiente...

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Creo que a veces en la vida podemos volver la mirada hacia atrás y preguntarnos por el sentido de todo lo vivido. Podemos sentir que hemos perdido el tiempo o no hemos logrado aquellas metas que un día, siendo jóvenes, nos planteamos. Nos desanimamos y dejamos de alegrarnos con todo lo que tenemos.

A veces pensamos que algunos matarían por estar donde nosotros estamos, pero no nos basta. Sentimos que no es bastante, que nada de lo que hacemos justifica tanto esfuerzo.

¿Vamos a vivir así, de la misma forma, los años de vida que nos quedan? ¿Llegaremos a los noventa haciendo lo mismo que ahora? Surge la pregunta en el corazón de una vida rutinaria tal vez demasiado larga. A lo mejor hemos perdido la alegría, la ilusión, la capacidad de soñar.

Decía Emilio Duró: «La gente que habla de felicidad no sonríe. Tenemos que recuperar las emociones. Volver a reír, llorar, tocar. Una persona que canta no puede ser infeliz. Tenemos que volver a ponerle pasión a la vida. Ponerle vida a los años y no años a la vida. Todo el mundo se queja de todo. No he visto a nadie que se dedique a ayudar a los demás y no sea feliz. No veo a nadie egoísta que sea feliz. Tenemos que hacer algo por los demás».

Podemos vivir nuestra vida con pasión dándonos en la entrega o mirándonos a nosotros mismos sin encontrar la felicidad. Podemos alegrarnos con lo que tenemos o vivir quejándonos de lo que nos falta. Valorando el presente como un gran regalo o sintiendo que la vida nos debe algo.

Creo que Jesús nos enseñó a vivir la cotidianeidad como algo sagrado. Treinta años en Nazaret, tres años sin un lugar donde reclinar la cabeza. Treinta años amando en el silencio, en la rutina. Tres años de vida pública, dando, entregando, amando a todos.

La rutina de una vida sencilla es sagrada. Eso nos lo enseñó Jesús. Pero nos dijo que siempre amáramos, que siempre diéramos. En el silencio o en la vida pública, no importa. Pero siempre con pasión, con alegría, amando, viviendo para los demás y no pensando continuamente en lo que nos hace falta.

Tenemos nuestra vida, nuestras costumbres, nuestros hábitos. Son nuestras redes y nuestra barca. Nos dedicamos a nuestras cosas como Pedro y Juan y Santiago. Tenemos nuestro oficio y nuestra vida hecha.

Pero todo parece demasiado sencillo. ¿Qué dejaremos en esta tierra cuando ya no estemos? ¿Se acordarán de nosotros?

En la película La juventud dice un director de cine al final de su vida: «¿Mi película un testamento espiritual? No sobreestimemos las cosas. La mayoría de los hombres mueren no sólo sin testamento, sino sin que nadie los reconozca».

A veces pretendemos dejar nuestro nombre escrito en alguna calle. Hacer algo memorable que haya merecido la pena. Dejar páginas escritas que nos recuerden en muchos corazones. Hijos, árboles, canciones, obras. No lo sé.

Tenemos el anhelo de eternidad grabado en el alma. El mar profundo nos llama con esa voz que nos evoca el infinito. Una llamada que nos impele a no vivir una vida sin sentido.

Es verdad, no podemos negarlo, en todo corazón hay el deseo de seguir viviendo cuando ya no vivamos. De seguir estando en otros corazones, en otras vidas, cuando ya no estemos en la carne. El deseo inconfesable de navegar mares eternos venciendo el miedo al abismo que todos tenemos.

Por eso a veces una vida común no nos parece suficiente. Queremos más. Soñamos con más. Nos parecen pobres nuestras redes. Pobres nuestras obras.

Y sólo pensar que tendremos que coser y echar continuamente nuestras mismas redes durante años nos inquieta. Navegar cerca de la orilla con nuestra misma pobre barca. Y pescar pocos peces.

Y realizar obras pequeñas, siempre las mismas. Sin haber destacado en nada importante. Sin haber logrado una pesca milagrosa, algo digno de ser contado.

Nos asusta ese abismo de la sencillez, de la rutina, del silencio, del tiempo cadencioso que nos lleva de la mano hasta el último día de nuestra vida. Es un miedo inconfesable que todos llevamos grabado. El miedo a no vivir de verdad, en plenitud.

El miedo a perderlo todo en ese intento por amar con toda el alma. El miedo a no lograr amar en plenitud, con un amor eterno. Y a no ser amado con ese mismo amor eterno. ¿Cómo vencemos ese miedo?

Decía Steve Jobs: «Si cada día te miras al espejo y piensas: hoy puede ser mi último día. Un día acertarás«.

El miedo a la muerte, a no dejar nada cuando nos vayamos, se supera si cada día lo vivimos detenidos en el presente. Si vivimos suspendidos en esa hora en la que Jesús viene a mi barca y me pide arriesgar más, amar más hondo, dejarlo todo.

Se juega aquí y ahora. Sabiendo que un día no estaremos. Se juega en este instante sagrado en el que puedo decirle que sí a Dios con toda el alma o alejarme taciturno buscando mi descanso.

Se juega cuando acepto que todo lo que tengo por delante descansa sólo en Dios.

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