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David Foster Wallace: “Creo que es el mejor momento para estar vivo»

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 03/02/16

Llega el biopic de un brillante escritor... que no encontró respuesta frente a la enfermedad

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David Foster Wallace murió en 2008. Se suicidó a los cuarenta y seis años. Estaba muy enfermo de depresión desde hacía más de dos décadas. El NARDIL dejó de funcionar. La terapia electro-convulsiva no le salvó en esa ocasión. Aquellas perpetuas náuseas en cada célula de su cuerpo, tal y como definía la enfermedad uno de los personajes en su obra maestra, La broma infinita (1996), le hicieron arrojar la toalla ante aquella tortura incesante sin remedio científico. Acabó así su cruzada contra la patológica búsqueda de placer que, según afirmaba, los americanos habían convertido en adicción. Algo que había empezado con la televisión, de la que dice, en su ensayo “E unibus pluram”, que es perversamente adictiva, porque: “a) causa problemas al adicto (…) y b) se ofrece como una salida a los mismos problemas que causa” (p. 53).

Quien quiera conocer más de la vida de este emblema de nuestra generación, de estética grunge (Panamá Jack, camisas de leñador, melena larga y desaliñada sujetada por un pañuelo o por una bandana que enjugaba su imparable sudoración), y de torrencial y meándrica prosa cargada de autoconciencia y de adjetivos improbables y pensamientos ocurrentes y difíciles que hacen despertar incluso a las neuronas más perezosas, puede leer su biografía, Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Aunque, quizás, para captar la sintonía de su espíritu con nuestros tiempos, baste leer o escuchar en Youtube su discurso de graduación en la Universidad de Kenyon, titulado Esto es agua.

Aquí solo quiero utilizar la oportunidad que nos brinda el estreno de su biopic, The end of the tour, para recordar un par de ideas que DFW tenía acerca de en qué debía consistir la literatura en los tiempos que corren. Algo que me parece es ampliamente aplicable a la ficción audiovisual. No en vano él mismo era muy fan de The Wire (2002-2008).

Pese a que en sus inicios fue considerado un autor estrictamente posmoderno, en el sentido de que parecía consagrar su escritura a la denuncia de un mundo inauténtico y de una literatura que se había convertido en una de las herramientas de la maquinaria consumista de alienación y fuga de la realidad, no tardó en darse cuenta de los límites de aquel lúdico pesimismo que también se había acabado convirtiendo en instrumento publicitario. Su punto de inflexión a este respecto fue su novella “Hacia el oeste, la expansión del imperio continúa”, publicada como relato de casi doscientas páginas en su libro La niña del pelo raro, donde le ajustaba las cuentas a maestros del posmodernismo como Barthelme o Barth.

Su giro en cuanto al modo de entender la escritura lo articula de un modo diáfano en “Una entrevista ampliada con David Foster Wallace” (1993) que se puede encontrar en castellano en la estupenda recopilación que publicó Pálido Fuego en 2012, titulada Conversaciones con David Foster Wallace. Allí leemos:

“La ficción trata de en qué consiste ser un jodido ser humano. Si funcionas, como la mayoría de nosotros, bajo la premisa de que hay cosas en los Estados Unidos de hoy que hacen que sea particularmente difícil ser un verdadero ser humano, entonces puede que la mitad del cometido de la ficción sea dramatizar lo que hace que sea tan duro. La otra mitad sería dramatizar el hecho de que todavía somos seres humanos. O que podemos serlo. Esto no quiere decir que la ficción deba enseñar o ser edificante, o hacer que seamos unos buenos cristianos o republicanos; no trato de ponerme en cola tras Tolstoi o Gardner. Simplemente pienso que la ficción que no explore lo que significa ser humano hoy día no es buena literatura. (…) Lo que resulta atrayente y artísticamente auténtico es, considerando como axioma que el presente es grotescamente materialista, ¿cómo es que en tanto que seres humanos aún tenemos la capacidad de alegrarnos por cosas que no tienen precio, de ser caritativos, de relacionarnos genuinamente? ¿Se puede hacer prosperar estas capacidades? Y si es así, ¿cómo?, y si no, ¿por qué no?” (p. 54).

Esta nueva conciencia fue creciendo hasta el mismo año en que publicó su última gran novela acabada, como se lee en “David Foster Wallace entrevistado por la revista Salon” (1996), donde se aprecia un creciente optimismo:

“El proyecto que merece la pena intentar es hacer cosas que tengan algo de la riqueza y el desafío y la dificultad emocional e intelectual de la vanguardia literaria, algo que haga que el lector afronte cosas en lugar de ignorarlas, pero hacerlo de tal modo que también sea agradable de leer. Que el lector sienta que alguien le está hablando en lugar de ofrecerle unas cuantas poses (…) Hay mucho entretenimiento comercial masivo muy bueno y logrado, y esto es algo que no creo que otra generación haya tenido que afrontar. Eso es lo que es ser escritor ahora. Creo que es el mejor momento para estar vivo y probablemente sea el mejor momento para ser escritor. No estoy seguro de que sea el momento más fácil” (p. 91).

Si logró lo que perseguía con su arte es un juicio que puede hacer todo aquel que atraviese ese arduo peregrinaje de su obra, plagada de escenarios tan insospechados como exigentes, tan geniales como extrañamente chispeantes y divertidos.

En cuanto a su vida, parece que las buenas ideas no le bastaron contra el infierno y el sinsentido de su enfermedad.

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