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Custodiemos la sorpresa en la vida espiritual, pide el Papa

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Aleteia Team - Ary Waldir Ramos Díaz - publicado el 02/02/16

Francisco preside misa en la fiesta de la Presentación del Señor con religiosos del mundo: conclusión del Año de la Vida Consagrada

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Con motivo de la fiesta de la Presentación del Señor y la Jornada de la Vida Consagrada, el papa Francisco presidió, en la Basílica Vaticana este lunes 2 de febrero, una misa con religiosos y religiosas de diversos países.

“Los consagrados y las consagradas están llamados, antes que nada, a ser hombres y mujeres del encuentro”, dijo el Papa.

Luego de la bendición de las candelas fuera de la Basílica por parte del Papa y con el fondo de la antífona (el himno Oh luz radiante), los consagrados y consagradas entraron en procesión con un cirio encendido en la mano y atravesaron la puerta Santa.

“Una fiesta del encuentro”, la definió el Obispo de Roma. La celebración de hoy recuerda a María y José que llevan a Jesús al templo de Jerusalén.

En ocasión del Jubileo de la Vida Consagrada y en la conclusión del Año de la Vida Consagrada, el Papa afirmó en la homilía: Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia de Dios.

En esta ocasión, el Papa exhortó a los consagrados y consagradas “a ser signo concreto y profético de esta cercanía de Dios”. Un encuentro también “de este compartir con la condición de fragilidad, de pecado y de heridas del hombre de nuestro tiempo”.

El Pontífice instó a los religiosas y religiosas a no dejar en el mausoleo a los fundadores de sus congregaciones y órdenes. Ellos “no temieron ensuciarse las manos con la vida de todos los días, con los problemas de la gente, recorriendo con valentía las periferias geográficas y existenciales”.

“También nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes”, observó.

Por último, les invitó a dar gracias por ese encuentro con Jesús en la vocación: Agradecer, dar las gracias: Eucaristía. Y les incitó a “la custodia de la sorpresa y la alegría de la gratitud”.

Por su parte, el prefecto de la Congregación para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal João Braz de Aviz, agradeció al Papa por recordarles que “el primero y único amor es Jesús”, y por reconfirmar a los religiosos y religiosas “en su vocación”.

El Papa, antes de terminar la ceremonia, rezó por unos instantes ante la imagen de la Virgen María por la gracia de las vocaciones.

El Papa a los religiosos y religiosas: Envejecer como el buen vino con la oración

©CTV - Final del Año de la Misericordia en San Pedro con el Papa Francisco
©CTV - Final del Año de la Misericordia en San Pedro con el Papa Francisco

Después de la Misa, el papa Francisco salió de la Basílica Vaticana para saludar y orar con los religiosos y religiosas que no pudieron entrar en el Templo para la celebración y siguieron la eucaristía a través de las pantallas gigantes.

“Queridos hermanos y hermanas consagradas, muchas gracias, participaron a la Eucaristía con algo de frío ¿he?, pero el corazón arde. Gracias por terminar así todos juntos este año de la Vida Consagrada”, dijo.

“Vayan adelante. Cada uno de nosotros tiene un trabajo, un lugar en la Iglesia. Por favor no se olviden la primera vocación, la primera llamada…hagan memoria.

Y con ese amor con el cual fueron llamados, hoy el Señor les sigue llamando…No bajen esa sorpresa, esa belleza del primer llamado, luego continuar a trabajar…es bonito, siempre hay algo que hacer…Lo principal es orar”.

Así, con palabras espontáneas les estimuló a “envejecer como el buen vino” con la oración y el servicio.

En su saludo a brazo evocó el fuego en la mirada de las religiosas ancianas. Y pidió oraciones para que hayan nuevas vocaciones en la Iglesia y les reiteró no “olvidar la primera llamada”. Asimismo, pidió esperanza y ‘sembrar’ para que las nuevas generaciones reciban “la herencia que les dejaremos”.

El Papa rezó un Ave María con los religiosos que estaban fuera de la Plaza de San Pedro. “Y recen por mí por favor. ¡Buenas noches!”

Texto completo de la homilía:

Hoy ante nuestra mirada hay una hecho simple, humilde y grande: María y José llevan a a Jesús al templo de Jerusalén. Es un niño como tantos, como todos, pero es único: es el Unigénito que ha venido por todos.

Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia de Dios. Es esta imagen la que el Evangelio nos ofrece al final del Año de la Vida Consagrada, un año vivido con entusiasmo.

Este, como un río, confluye en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario.

La fiesta de hoy, sobre todo en Oriente, se llama fiesta del Encuentro. En efecto, en el Evangelio que ha sido proclamado, vemos muchos encuentros (cfr Lc 2,22-40).

En el templo Jesús viene hacia nosotros y nosotros vamos a su Encuentro. Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón que representa la espera fiel de Israel y la exultación del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas.

Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana están esperando la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento.

Él se presenta a nosotros como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido por todos, se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa y el futuro, lleno de esperanza.

Podemos ver en esto el inicio de la vida consagrada.

Los consagrados y las consagradas están llamadas, antes que nada, a ser hombres y mujeres del encuentro.

La vocación, de hecho, no nace de nuestro proyecto pensado “teóricamente” sino de una gracia del Señor que nos alcanza, a través de un encuentro que te cambia la vida. Quien encuentra verdaderamente a Jesús no puede permanecer como antes.

Él es la novedad que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este encuentro se convierte en testigo y hace posible el encuentro a los demás, se hace promotor de la cultura del encuentro, evitando la autorreferencialidad que nos encierra en nosotros mismos.

La cita de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado, nos recuerda que Jesús mismo, para encontrarse con nosotros, no dudó en compartir la condición humana: “Ya que los hijos tienen en común la sangre y la carne, del mismo modo Cristo ha querido participar en ella” (v.14).

Jesús nos ha salvado “desde el exterior” no se ha quedado fuera de nuestro drama, ha querido compartir nuestra vida.

Los consagrados y las consagradas están llamadas a ser signo concreto y profético de esta cercanía de Dios, de este compartir con la condición de fragilidad, de pecado y de heridas del hombre de nuestro tiempo.

Todas las formas de vida consagrada, cada una según sus características, están llamadas a estar en estado permanente de misión, compartiendo “alegrías y esperanzas, tristezas y angustias de los hombres de hoy, de los pobres sobre todo y de todos los que sufren” (Gaudium et Spes, 1).

El Evangelio nos dice que “el padre y la madre de Jesús se asombraban de las cosas que se decían de Él” (v.33). José y María custodiaban la sorpresa de este encuentro lleno de luz y de esperanza para todos los pueblos.

Y también nosotros, como cristianos y como personas consagradas, somos custodios de la sorpresa. Una sorpresa que pide ser renovada siempre. ¡Ay de la costumbre en la vida espiritual, ay de cristalizar nuestros carismas en una doctrina abstracta!

Los carismas de los fundadores, como he dicho muchas veces, no se pueden sellar dentro de un frasco, no son piezas de museo. Nuestros fundadores fueron movidos por el Espíritu Santo y no temieron ensuciarse las manos con la vida de todos los días, con los problemas de la gente, recorriendo con valentía las periferias geográficas y existenciales.

No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones de los demás, porque mantuvieron en el corazón la sorpresa del Encuentro con Cristo. No domesticaron la gracia del Evangelio: tuvieron siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo irrefrenable de llevarlo a los demás, como hicieron María y José en el templo.

También nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes.

Finalmente, de la fiesta de hoy aprendemos a vivir la gratitud por el encuentro con Jesús y por el regalo de la vocación a la vida consagrada. Agradecer, dar las gracias: Eucaristía.

¡Qué bello es cuando encontramos el rostro feliz en las personas consagradas, a lo mejor ya avanzados en años como Simeón o Ana, contentos y llenos de gratitud por su propia vocación!

Esta es una palabra que puede sintetizar todo lo que hemos vivido en este Año de Vida Consagrada: gratitud por el don del Espíritu Santo, que siempre anima a la Iglesia a través de los distintos carismas.
El Evangelio se concluye con esta expresión: “El niño crecía y se fortificaba, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él” (v.40).

Que el Señor Jesús pueda, por la maternal intercesión de María, crecer en nosotros, y aumentar en cada uno el deseo del encuentro, la custodia de la sorpresa y la alegría de la gratitud. Entonces otros serán atraídos por su luz y podrán encontrar la misericordia del Padre.

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