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¿Es posible dejar atrás un pasado que pesa?

el pasado

© El Pasado

Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/02/16

Estamos divididos por dentro, rotos en lo más hondo, pero la misericordia es más fuerte que la culpa

Me cuesta creer en los cambios bruscos de las personas, incluso en los cambios bruscos en mi propia alma. Uno no deja de ser quién es de la noche a la mañana. El cambio es lento, progresivo, desde dentro hacia fuera.

Pero a veces los cambios son bruscos. Pienso en Saulo, pienso en Pablo y me impresiona su conversión. Se convierte y comienza un nuevo camino. Los cambios radicales impresionan. Saulo cambia de nombre, de vida, de amigos, de futuro.

Es muy grande lo que puede hacer Dios cuando le dejamos. Saulo se queda ciego, y cuando comienza a ver de nuevo, todo es diferente. Despojado de todo, vacío de sí mismo, se llena de Dios y comienza a ser cristiano. De judío fiel y cumplidor se convierte en cristiano apasionado.

Los cambios tan bruscos me cuestan. Puede que a veces me falte fe en ellos. El problema es mío. Dios lo puede hacer todo, lo sé. Pero me falta fe. Quizás a Pedro también le costó creer en ese Pablo que deja de perseguir cristianos para llegar a ser él mismo un cristiano. Asusta. Es como un cambio imposible. Todos a su lado aún temblaban al recordar su pasado, sus persecuciones, su mirada.

Uno carga siempre con su pecado. Con su historia de dolor y alegrías. Con su pecado y sus milagros. Con sus heridas y sus manchas.

Saulo lo sufrió en su piel. Llevaba en el alma las heridas de su vida. Tenía su historia grabada en el pecho a sangre y fuego. Su vida, su forma de amar y de ser, no se entendían sin sus días previos de persecuciones.

Llevaba para siempre grabados los mantos de aquellos que apedrearon a Esteban, los gritos de dolor y el llanto, la sangre derramada mientras él aplaudía. El converso lleva para siempre en su piel la huida, el abandono, la pérdida, la ruptura, el pecado.

Todos, en realidad, tenemos mucho de Pablo y de Saulo. Tenemos mucho de conversos. Llevamos dentro a un perseguidor de cristianos y a un seguidor de Cristo.

Vivimos con la contradicción grabada en el alma. Queremos lo más sublime y abrazamos lo más detestable. En un mismo gesto nos hundimos y nos levantamos. Caemos y ascendemos. Amamos hasta dar la vida y rechazamos el amor sin miedo alguno.

Estamos divididos por dentro. Rotos en lo más hondo. Los extremos se tocan en el corazón. Capaces de lo mejor y de lo peor. Así somos. De carne y de fuego. De agua y de viento. De espíritu y de tierra. Llevamos la gracia y el pecado en nuestras manos de barro.

Y Dios llega para sanar nuestra herida más profunda. Él puede hacernos de nuevo. Nos acaricia y sostiene. Nos abraza y levanta. Puede cambiarnos si nos dejamos hacer. Puede reinventarnos cuando le decimos que sí. Los recuerdos pesan en el alma. Pero la misericordia de Dios es mucho más fuerte que mi culpa.

Me gusta creer en ese Pablo que es Saulo. En ese Saulo que llega a ser Pablo. Pudo así llegar a adquirir una nueva actitud fundamental en su alma. Eso es posible. Pero Saulo seguirá viviendo siempre en Pablo. Es parte de él para siempre. Es parte de su identidad sagrada.

Y al mismo tiempo, en esa caída del caballo, en ese cambio radical, surgirá en su alma una nueva forma de vivir.

El padre José Kentenich hablaba de lo importante que es llegar a tener una convicción fundamental en el alma, una actitud de vida. Más allá de actos concretos, lo importante es la actitud interior que subyace, la motivación fundamental.

Decía: “No es tan grave si alguna vez se queda sin cubrir algún servicio o se comete una tontería. Eso constituye un derecho humano de alcance general. Pero debemos dar importancia a que se cree esta disposición de espíritu. Y si notamos que hacen cosas que brotan de una errónea disposición de espíritu, tenemos que intervenir. Cuando otros cometen grandes faltas que, sin embargo, no brotan de una errónea disposición de espíritu, podemos hacer un poco la vista gorda[1].

Los actos externos pueden ser expresión de una verdad más honda o simplemente gestos formales que no se corresponden con la verdad de nuestra vida. Podemos cumplir, hacer cosas, respetar normas, satisfacer expectativas, seguir horarios y aceptar requerimientos.

Podemos hacer buena letra, pero puede que no entreguemos el corazón en lo que hacemos, que no sea nuestro lo que vivimos, que no estemos dispuestos a dar la vida por aquello que realizamos.

El corazón puede estar en otro lugar mientras nosotros sólo en cuerpo actuamos. Pero cuando la convicción que subyace está profundamente arraigada, importan menos las caídas y las faltas.

Porque nos sostiene un hilo que no se rompe. Un hilo de fuego. Una fuerza interior que no se ahoga. Hay una unidad interior.

[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos

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