Sólo quiero que para mí seas lo que siempre he creído que eras…Allí, en Nazaret, ese día cada uno de los que oyó sus palabras eligió en su corazón. Unos decidieron creerlo a pesar de que sabían de dónde venía y seguirlo arriesgándose a perderle todo. Otros prefirieron seguir con su idea y dejar que Jesús pasase de largo abriéndose camino entre ellos: “Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba”.
Hoy Jesús abre su corazón un poco para que vean quién es de verdad. Se muestra, se desvela. “¿No es éste el hijo de José?”. No le insultan. Ser hijo de José, de María, hijo del carpintero, era algo que guardaría Jesús como un tesoro.
Me encanta ese título de hijo de José. Hijo de ese lugar, de esa tierra, de esa historia común que todos compartían. Pero ellos simplemente no le dejan ser otra cosa. Está encasillado. Ya saben quién es. Y no les interesa que cambie nada.
En su esquema Jesús es aquel joven que han conocido, es esa imagen que tienen de Él. Jesús les dice lo que ha descubierto en su alma. Su identidad más honda. Su misión. Más allá de ser hijo de José y María.
Creo que lo que Jesús descubrió fue su forma de amar y de mostrar el rostro de Dios. Su forma de acercarse, de tocar, de consolar, de sanar y levantar al caído. Con misericordia. Con delicadeza. Su alma comenzó a desdoblarse.
Pero ellos no quieren escuchar. No querían su luz, ni su novedad. No les interesaba escuchar a Jesús en lo que quería regalar. No querían salir de su vida de siempre. Y además, no querían tampoco que nadie de los de alrededor saliese de su esquema.
Si sé quién eres te puedo dominar, controlar en mi mente. Si me sorprendes me siento inseguro. Si no haces lo que espero de ti no me interesan tus sueños. Si no haces lo que siempre pensé que harías no quiero conocerte. No quiero descubrir tu hondura. Sólo quiero que para mí seas lo que siempre he creído que eras. Ni más, ni menos.
Esto, a cada uno de nosotros, nos pasa ante Jesús. Y no sólo ante Él, también nos pasa ante los que amamos. El alma de cada hombre es más profunda que el océano. Es eterna.
Jesús se ha conmovido al descubrir parte de su camino. Y asume el riesgo que trae consigo decir la verdad. El riesgo de no ser tan político ni tan educado. El riesgo de decir las cosas como son.
Nos sucede lo mismo cuando nos abrimos y nos mostramos así vulnerables ante una persona, ante un grupo. Necesitamos saber qué piensan los demás y nos asusta el rechazo. Si nos acogen o nos rechazan.
Y, ¡cuánto nos duele cuando nos mostramos y no nos acogen en nuestra historia, en nuestra verdad más honda! La herida es grande. Todos lo sabemos. Construimos un muro entonces para escondernos detrás.
Jesús comenzó a sufrir. Quería a su pueblo, a su familia, a los suyos. Y muchos de los que Él conocía desde siempre lo rechazan, se burlan y quieren tirarlo por un barranco. El mismo lugar en el que los habitantes de Nazaret echaban las basuras.
Aquel al que acababan de admirar era ahora digno de ser arrojado como una basura. No quieren acoger la buena noticia de su vida y de su corazón. ¡Qué duro sería para Él! Y para María que estaría allí viéndolo todo, escuchando los comentarios.
Jesús perdía su fama y era rechazado. Por otro lado, ¡qué alegría para Jesús poder obedecer hoy y comenzar el camino que va desde Nazaret a la resurrección! Ese camino nuevo que llevaba desde lo hondo de su alma al corazón de cada hombre. Es una mezcla de sentimientos. Él le entregaría todo a su Padre. Y confiaría sólo en Él.
Hay un esquema en la vida de Jesús que se repite. La primera época en Galilea es exitosa, todos lo buscan y se admiran. Quieren oír sus palabras y tocar sus milagros. Cambian de vida muchos y lo siguen. Pero más tarde, en Jerusalén, se encontrará solo y abandonado. Es el camino que va desde la multitud a la soledad. Desde el éxito y la fama hasta la incomprensión y la cruz. Son etapas de la vida. También nos sucede a nosotros.