La Cuaresma está llegando a su fin.
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¡Cuántas veces en la vida nos hemos planteado quiénes somos en realidad! Hemos tratado de descubrir cuál es nuestra misión original en la vida. Cuál es nuestra forma de vivir y de amar.
Miro a Jesús. ¡Cuántas preguntas se habría hecho en su corazón durante sus años de Nazaret! ¡Cuánto silencio! Ha descubierto en oración, mirando su vida, para qué ha venido al mundo.
Se acabó el hogar tranquilo y la paz de los días cotidianos. Su vida ya no es suya. Les pertenece a los hombres, es para los demás. Al decirlo en alto es como un sello. Como un sí de entrega para siempre. Está consagrado a su Padre, a los hombres. Dedicó su vida a cumplir esa misión.
Y cuando estuviese desalentado, cansado y triste, cuando fracasara o se sintiese solo e incomprendido, volvería a su monte, a su mar, a la soledad. Volvería a aquella vivencia del desierto, cuando supo que era hijo, que era amado y escogido por Dios. Volvería para ser abrazado de nuevo por su Padre.
Hoy me planteo si yo sé cuál es mi misión. Siempre pienso que por muy dura que sea la vida, si sabemos cuál es el sentido que nos mueve, todo es más fácil.
A veces vivo, dejo pasar los días, respondo expectativas de los demás, voy a reuniones, vivo hacia fuera. No vivo dentro, sino fuera de mí. Sin saber quién soy. No sé bien por qué hago las cosas.
Quiero vivir desde Dios. Quiero estar con Jesús, haga lo que haga en mi vida. Él es mi centro y mi ancla. Quiero que las olas del exterior respondan a oleajes hondos en mi océano interior.
Quiero que todo lo que soy y vivo en mi alma se manifieste, como en Jesús, en frutos de amor. Sin Él no sé hacerlo, me busco a mí mismo. Quiero como Él amar sin medir. Sanar sin condiciones. Y buscar su abrazo al final del día después de haberme partido.