Caminamos en un claroscuro, confiamosQuisiera aprender a confiar más en sus planes que en los míos. Me gustaría adherirme a sus deseos aunque tantas veces los caminos no estén claros.
La verdad es que quisiéramos vivir tan anclados en Dios, que se hicieran realidad las palabras de Nietzsche: “Construid vuestras casas en el Vesubio, entonces creedme: la fecundidad más grande y el gozo más grande del hombre consiste en vivir en peligro”. Es una visión secularizada de la verdadera santidad.
El hombre que tiene su corazón anclado en Dios no teme, no se pierde, no se desconcierta. Sabe que su vida descansa en Dios y no teme. O temiendo, no se hunde. O cayendo, se levanta porque sabe que Dios guía sus pasos.
Así me gustaría vivir siempre, cada día, confiado, abandonado en sus manos seguras y firmes. Una persona rezaba: “Jesús, dame la esperanza que me falta. Dame la alegría que a veces no tengo. Te alabo por las personas que tanto me quieren. Te alabo por mi pobreza, por mi orgullo herido, por no ser capaz de pedir perdón cuando me equivoco. Perdón por no aceptar que no hago algunas cosas bien y rehuir las críticas. Por dejarme llevar por mi vanidad y mi ego. Te alabo porque siempre me rescatas con tu misericordia. Me levantas cuando caigo herido. Me abrazas cuando necesito que me abraces”.
Me gustaría mirar así a Dios, lleno de confianza, alabando, agradeciendo. Mirarlo como ese Dios que colma mi alma vacía y me levanta del suelo en el que caigo. Me gustaría amar a Dios con toda el alma y alegrarme por los caminos que traza ante mis ojos.
Me gustaría obedecer sus más leves deseos y saber que no siempre los que me rodean van a comprender mis decisiones. Me gustaría saber alegrarme con su presencia salvadora en medio del camino. Sonreír cargando con la cruz por la vida.
Quiero saber bien lo que me pide para no errar y luchar por causas que no ha pensado para mí. Quiero escuchar su voluntad y descifrar su voz oculta en medio de la noche.
Quiero ser capaz de tomar decisiones. Aunque me cueste, aunque no me comprendan. Aunque me exijan un salto en el vacío.
Pensaba en el poder de la flauta mágica, en la ópera de Mozart. Esa flauta es el símbolo de la virtud, de la fuerza creadora, que permite superar los obstáculos. Aparece como la ayuda para conquistar el verdadero amor en la vida.
Las fieras obedecen la llamada de la flauta cautivadas por la voz de la música. Una flauta cuya música calma el corazón inquieto. El propio, el de los hombres que escuchan.
En la vida hay momentos en los que nos hace falta encontrar esa flauta que calme el alma. Encontrar a personas que nos ayuden a tomar decisiones importantes. Porque en su corazón escuchamos el sonido de esa flauta que todo lo transforma y pacifica. Encontramos esa paz que viene de lo alto.
Quiero aprender a meditar en lo más hondo del corazón escuchando la música que me calma. La paz no viene de fuera. Los demás no siempre comprenderán nuestros pasos. No estarán de acuerdo con lo que decidimos.
A lo mejor tampoco podemos aferrarnos a una certeza. Caminamos en un claroscuro. Confiamos. En medio de las turbulencias de la vida queremos aprender a vivir seguros confiando en Dios. La santidad que anhelo me hace vivir anclado, inscrito, en el corazón abierto de Jesús.