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CINE CLÁSICO: También Moby Dick tiene un límite

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 24/01/16

Una mirada al "Moby Dick" de Gregory Peck, una gran parábola bíblica sobre la naturaleza implacable

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Hace unas semanas fui a ver El corazón del mar (2015), de Ron Howard. Sabía que no era una nueva versión de Moby Dick, sino que estaba inspirada en la novela de Nathaniel Philbrick sobre la dramática travesía y naufragio históricos del Essex. En esos mismos hechos se inspiró Melville para redactar la gran novela americana, introduciendo personajes ficticios y eliminando determinados pasajes que, por inhumanos, constituían tabú en el siglo XIX.

Más allá de los efectos especiales, el fiasco fue mayúsculo. En gran parte se debió a que tenía en la retina la interpretación de Gregory Peck como Capitán Ahab en el clásico metafísico de John Houston. En comparación con aquella película, esta aproximación a los hechos me pareció muy de nuestros días, pero un tanto pusilánime y contradictoria.

Por un lado, se regodea hasta el documental en los episodios verídicos de canibalismo entre los supervivientes del ataque de la gran ballena blanca, mientras que, por el otro, abusa superlativamente de la prosopopeya, como si el género fuesen los dibujos animados, dándole al cetáceo una ridícula voluntad de venganza e, incluso, en el último momento, una abrumadora capacidad de misericordia e indulto que, por muy ecologistas que seamos, no resulta creíble ni puestos de ácido. Los únicos malos en este caso son los capitalistas y su avaricia, de los que la industria del aceite de ballena de New Bedford es el emblema perfecto.

En el Moby Dick (1956) de Huston, sin embargo, el dramatismo queda garantizado por la fidelidad a la obra de Melville, por la maestría de su director, y por la participación en el guión del mismísimo Ray Bradbury. Todos ellos convierten este largometraje en color en un mito fundador de los Estados Unidos, en una parábola bíblica protagonizada por un pionero que aprende la lección de Ícaro, Prometeo o Sísifo: con los dioses y los límites impuestos por estos no se juega. Este vuelo religioso se consigue narrativamente de un modo bastante sencillo, estableciendo una tensión entre tres escenas: el sermón, la profecía y el castigo.

La primera escena se ambienta en la capilla de los balleneros de New Bedford, quizás la más memorable del filme. Se inicia el oficio religioso justo antes de que el Pequod zarpe. Mientras los feligreses entonan el canto inicial, la cámara hace un travelling mostrándonos a la grey endomingada y, en segundo plano, los muros interiores de la iglesia donde están escritos los nombres de los marineros que ya no volverán nunca.

El Padre Mapple sale de su sacristía, vestido de capitán de barco cuáquero y escala hasta el púlpito en forma de mascarón de proa. Una vez a bordo, recoge la escalera de cuerda. Después se hace el silencio y leva anclas, y zarpa dialécticamente. Y se ensimisma en el relato bíblico: “Y Dios preparó un gran pez para tragarse a Jonás. El pecado de Jonás fue desobedecer a Dios, trató de desafiar a Dios y llegar con un barco construido por el hombre a un lugar donde Dios no reinaba (…) Sólo por su culpa se ha levantado la tempestad (…) Lo echan por la borda y la ballena lo traga y Jonás invoca al Señor desde el vientre de la ballena. Aquel hombre ha aprendido a obedecer (…) Cuando os suceda esto será tarde para salvar la vida. Nada podrá libraros de la muerte, pero vuestra última suplica será: “Padre, perdonad mi soberbia, he desafiado el peligro y muero por mandato tuyo. No te pido que salves mi cuerpo sino mi alma. Yo no soy nada. Tú en cambio eres la eternidad. Perdóname. Qué es el hombre para permitirse desafiar a Dios.”” Esa es la simple hipótesis de partida del relato, muy al estilo Antiguo Testamento.

La segunda escena es la de la inquietante maldición dictada a Ismael por el profeta loco justo antes de embarcar: “Algún día en alta mar oleréis tierra donde no la haya y ese día el capitán Ahab bajará a su tumba, pero resucitará antes de una hora y os llamará y entonces todos, todos menos uno le seguiréis. No lo olvides y que dios nuestro Señor os proteja.”

A partir de ese momento, el espectador no puede evitar remitir toda la acción dentro del Pequod y el enfrentamiento de Ahab y la tripulación con Moby Dick a esas dos inolvidables escenas previas. La ballena blanca, así, no necesita tener voluntad propia. Simboliza la naturaleza resistente y maltratada, con su lomo cuajado de arpones clavados por los hombres que han intentando quitarle la vida. Simboliza el azote de Dios para aquellos que no cuidan su creación y vulneran sus leyes. Simboliza el monstruo que nos arrastrará a la autodestrucción si no moderamos nuestro afán de lucro en la incansable explotación del planeta azul. Algo muy de moda ahora mismo, donde son muchos los que siguen viviendo de espaldas al cambio climático. Porque, por muy portentosa que sea, también Moby Dick tiene un límite.

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