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Ante una situación que no controlo, ¿qué puedo hacer?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/01/16

En mi corazón, en diálogo íntimo con Dios desaparecen los miedos y surge la confianza

Me gustaría que mis actos fueran expresión de lo que sueño y de lo que amo. Manifestar en obras lo que quiero ser. Expresar en gestos lo que soy y siento.

Pero sé que mis obras, mis actos, no son siempre definitivos. Soy más que mis actos. No me definen por completo. Dios mira mi alma y no sólo lo que hago o elijo. Soy mucho más en mi corazón herido.

Decía el papa Francisco: “Soy pecador, me siento pecador, estoy seguro de serlo; soy un pecador al cual el Señor ha mirado con misericordia”. Dios mira mis obras y mis omisiones. Mis faltas y mis logros. Y actúa con misericordia. Sí, soy pecador y Dios me mira con misericordia infinita.

Decía san Claudio de la Colombiere: “Confíen otros en su riqueza o en sus talentos; en la inocencia de su vida, en sus buenas obras, o en sus oraciones. Yo sólo tengo mi confianza en ti. Tú, Señor, sólo Tú, has asegurado mi esperanza. Jamás frustró a nadie esta confianza. Estoy seguro de que seré eternamente feliz, porque firmemente espero serlo, y porque de ti, Dios mío, es de quien lo espero”.

No quiero dejar de hacer nada de lo que sueño. Pero no quiero poner mi confianza sólo en mis logros y en mis méritos. En la fuerza de mis manos. En el poder de mi ejército. No quiero contar los recursos con los que cuento. Ni descansar en los talentos que Dios me ha dado. Sólo vivo consciente de que Dios es quien me utiliza, quien gobierna mi vida.

Como decía el padre José Kentenich hablando del santo de la vida diaria: Se esfuerza en la realización de buenas obras, pero no repara tanto en dichas obras cuanto en la misericordia de Dios, a la que se confía sin reservas, a la que considera como el derecho que la asiste y sobre el cual se afirma”[1].

Esa es nuestra forma de actuar, de vivir, de amar. La misericordia de Dios es nuestro derecho. Quiero actuar siempre confiando, abandonándome en Dios. Así me gustaría vivir cada día. Confiado.

Entregándolo todo como si de mí dependiera. Pero sabiendo que todo descansa en las manos de Dios. Y que yo soy un siervo inútil que se pone al servicio de Dios. El amor de Dios no me deja tranquilo. Me mueve a dar, a hacer, a entregar: “Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha”.

Dios me ama y su amor me hace pensar que no puedo quedarme con los brazos cruzados viendo cómo pasa la vida. Quiero ponerme en camino. Quiero dejar atrás mi comodidad. No quiero quedarme quieto.

La zona cómoda en la que me muevo es pequeña. El horizonte que Dios me abre es inmenso. Y a veces no arriesgo más por miedo a perder, a perderme. Ese miedo a perder lo que más amo, lo que me da seguridad. Ese miedo humano a perder la comodidad, el bienestar. Ese miedo a la enfermedad y la muerte.

No quiero dejar de amar, de dar, de entregar. Quiero dar la vida por grandes ideales. Desgastarme por entero. Quiero amar con un amor profundamente humano y profundamente de Dios. Sin querer controlarlo todo. Sin pretender ser dueño de la vida y de la muerte. Sin el deseo de hacerlo todo bien.

Muchas veces no actuaré bien. Pero el amor de Dios me urge, me enciende, me pone en camino. Que mi sabiduría sea descubrir la voluntad de Dios en mi propio corazón, en diálogo íntimo con Él.Ahí desaparecen los miedos y surge la confianza. Mi vida está en sus manos.

Y yo a veces pretendo ser el dueño. Quiero confiar en su misericordia, en ese amor suyo que me impele cada día a ponerme en camino.

[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

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