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Más Tarantino: Cuando el entretenimiento pone a la conciencia a su servicio

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 18/01/16

Un cine pulp, violento, sangriento y desenfadado, que no deja espacio para elaborar un pensamiento crítico

El sello Tarantino surgió en los noventa. Todavía recuerdo ver extasiado Reservoir Dogs (1992) en los cines Verdi en Barcelona, cuando la ciudad se hizo olímpica. Nunca antes había asistido a algo así, tan teatral, tan claustrofóbico, tan noir y a la vez tan cinematográfico. No me quito de la cabeza al Señor Naranja, policía infiltrado, tirado en el suelo, desangrándose allí durante la mayor parte del metraje, mientras alguien se decidía a llevarlo al hospital.

Después de aquello mejoraron los presupuestos de sus películas y fuimos descubriendo productos más maduros de su talento, como Pulp Fiction (1994), Kill Bill. Volumen 1 (2003) o Kill Bill. Volumen 2 (2004). Algunas de sus imágenes amueblan nuestros sueños más sorprendentes e hiperbólicos: el baile entre Travolta y Thurman puestísimos de heroína, los dircursos bíblicos de Samuel L. Jackson antes de ejecutar a las víctimas, el señor Lobo y sus labores de limpieza, el Pussy Wagon, las batallas campales de kung-fu donde los cuerpos humanos volaban y se cortaban como la mantequilla, las lecciones de catana de Hattori Hanzo, etc. En todo aquello vimos adónde llegaba el arco completo de su creatividad, cuál era su idea del cine, y nos fascinó, por lo menos visualmente.

Tarantino ha sido al cine lo que Barth fue a la literatura: la aparición de la posmodernidad y de su concepción de la cultura como un lugar que tenía que ser a la vez entretenimiento – porque los espectadores habían sido educados por la televisión y si se aburrían cambiaban de canal -, y crítica – porque el consumismo nos estaba alienando y había delatar todos sus mecanismos ocultos.

Los recursos más utilizados por esta nueva familia de creadores fueron la ironía y la metaficción, risa y autoconciencia. Y eso es Tarantino: imágenes que se saben elaboradas por la maquinaria de la fábrica de sueños, y que se ríen de sí mismas con distancia y ligereza a través de un conjunto de estrategias auto-irónicas como su fiel adscripción a los géneros establecidos con la intención de subvertirlos y de llevarlos a colapso: pelis de artes marciales, noir, western, bélicas, etc. Lo que se prestase.

Sin embargo, lo que sucede en Tarantino es que vence el entretenimiento sobre la conciencia, poniéndola a su servicio. Cuando Travolta y Jackson discuten en el coche y al primero se le dispara la pistola que lleva en la mano debido a un bache y le vuela la tapa de los sesos al chico que va sentado en el asiento de atrás, es verdad que se está exagerando un tipo de acciones violentas, sangrientas y desenfadadas muy comunes en la cultura pulp y pop que permiten liberar la ansiedad de quienes las consume, es verdad que nos reímos de lo que sucede. Pero también es verdad que lo hacemos inconscientemente, sin tener siquiera un microsegundo para elaborar racionalmente un discurso crítico contra la manipulación a la que somos culturalmente sometidos a través de las sesiones de ultra-violencia, como diría el Alex Delarge de La naranja mecánica (1971). Porque en Tarantino predomina la saturación, el color, la levedad, y la realidad se convierte en cómic o en dibujo animado, como sucede no sólo metafóricamente en el flash-back que nos explica los traumas infantiles de O-Ren Ishii, en Kill Bill.

Tarantino es el mayor exponente de un problema con el que puede encontrarse el cineasta posmoderno que no está dispuesto a seguir la máxima de David Simon, el creador de The Wire: “Que se joda el espectador medio”, exigiéndole un esfuerzo de interpretación al consumidor del entretenimiento.

En Tarantino vemos claramente cómo la autoconciencia del texto audiovisual puede convertirse en nomás que un salpimentado de inteligencia en el disfrute atónito de la audiencia, que puede permanecer plácidamente en su modo palomitero, creyéndose, además, peligrosamente a salvo del influjo del aparato conformador de mentalidades hollywoodiense a la voz del “Tranquilo majete en tu sillón”, de los inolvidables Celtas Cortos.

Llega ahora Los odiosos ocho (2015), un western que sigue la estela desencantada de Django desencadenado (2012), que reproduce la claustrofobia teatral de Reservoir dogs y donde se improvisa un improbable concurso de Miss Odiosa y lo gana por paliza la gran interpretación de Jennifer Jason Leigh. Must-see film, vamos.

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