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CINE CLÁSICO El gran silencio: Sacrificios morales

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Tonio L. Alarcón - publicado el 17/01/16

Corbucci se saltó los esquemas del spaghetti western para aproximarse al género de forma subversiva y en absoluto convencional

Sobre el spaghetti western se cierne una figura que ensombrece los méritos del resto de directores que abordaron el (sub)género a raíz del éxito de Por un puñado de dólares: la de Sergio Leone. No ha ayudado el desprecio, o como mínimo la minusvaloración, que los especialistas han demostrado hacia los eurowesterns que no vinieran firmados por el director de Hasta que llegó su hora.

Y si bien es cierto que su particular barroquismo estético, así como su espléndida utilización del formato panorámico, resultaban inalcanzables para la mayor parte de sus compañeros de generación –sobre todo dentro de una industria cinematográfica como la italiana, tan dada a la exploitation y a la producción de bajo presupuesto–, eso no significa que a su alrededor no surgieran profesionales capaces de ofrecer una visión no menos interesante del spaghetti.

Es el caso de Sergio Corbucci, a quien el público recuerda, sobre todo, gracias a los vehículos cómicos que rodó para Adriano Celentano y para la pareja formada por Terence Hill y Bud Spencer –con hitos de la época como Par – impar, El superpoderoso o Quien tiene un amigo, tiene un tesoro–, cuando en realidad, a lo largo de una prolífica carrera formada por más de sesenta largometrajes, dirigió algunos de los westerns más subversivos, incómodos y profundamente progresistas que se rodaron a caballo entre los 60 y los 70.

Entre ellos, seguramente el más conocido, por su estatus de culto –llegó a generar más de tres decenas de secuelas, casi todas no oficiales– y porque Tarantino lo homenajeó en uno de sus últimos trabajos, es Django. Pero uno de los más personales, y que, a día de hoy, sigue brillando como una de las incursiones más inusuales, y por eso mismo más estimulantes, que dio la moda del spaghetti, es El gran silencio.

En realidad, la película amalgama elementos extraídos de algunos de los anteriores trabajos de Corbucci dentro del subgénero –incluyendo, claro está, Django–, entre ellos su tendencia hacia la metáfora política, hacia el guiño revolucionario. Pero lo hace mediatizado por la muerte violenta, por entonces todavía muy reciente en el tiempo, de dos líderes políticos como Malcolm X y Ernesto “Che” Guevara, lo que preña el filme de una profunda melancolía, y sobre todo de una visión muy pesimista y muy desesperanzada del ser humano. No hay rastro de la picaresca típica del spaghetti porque, salvo las fugas cómicas que proporciona el sheriff que interpreta Frank Wolff, el director le niega el espectador cualquier atisbo de catarsis. En todo momento, la narración es asfixiante, agobiante, en gran parte porque se salta los tropos del subgénero.

No en vano, El gran silencio arranca cuando muchos otros spaghetti ya habrían terminado: con su protagonista, Silencio (Jean-Louis Trintignant), años después de haberse vengado de los asesinos de sus padres, y buscando redención de una vida de desquites y de asesinatos a base de ayudar a los más necesitados. Con lo cual Corbucci, junto a sus tres coguionistas, construye un largometraje que aparenta seguir los esquemas argumentales generados por la obra de Leone, pero que, en realidad, acaba dinamitándolos partiendo del convencimiento de estar narrando una historia distinta.

Lo importante no es el enfrentamiento que se establece entre Silencio y el cazarrecompensas Tigrero (Klaus Kinski), sino el proceso de concienciación moral y política del primero, inicialmente un personaje no tan alejado de la mente capitalista del segundo, hasta aceptar convertirse en un mártir para una causa perdida.

Uno de los aspectos que más descoloca a los espectadores del largometraje es que el director, en lugar de reiterar la estructura climática de Por un puñado de dólares, obvia los duelos finales imposibles, casi superheroicos. Y condena a su héroe a morir en manos de su antagonista, en un gesto de dignidad y de valentía por parte de aquél que no supone, en realidad, una derrota. La mirada de Kinski a Trintignant no es la de un villano, sino que está preñada de tristeza y, sobre todo, de admiración, de reconocimiento. De la misma manera que el gesto final de coger su pistola, una Mauser C96, tiene algo de solemne, de delicado, homenaje al enemigo caído.

Esa disfunción narrativa está apuntada desde los primeros planos del filme, que muestran a Silencio, rodado con teleobjetivo, avanzando sobre su caballo por un paisaje absolutamente nevado, rodeado de blanco, como si fuera, más que un personaje, una abstracción. Algo de eso hay en el muy extensivo uso de los entornos nevados, uno de los aspectos más recordados y, sobre todo, más comentados del filme, –inspirado, parece ser, tanto en El día de los forajidos, de André De Toth, como en El gran combate, de John Ford–, y que asfixian a la mayor parte de los personajes, limitándoles, condicionando sus movimientos, e incluso, en algunos casos, impidiendo que usen las armas de forma conveniente.

Algo que Tarantino ha tomado prestado para otro western tan atípico –al menos es mucho más atípico que Django desencadenado–, Los odiosos ocho. No en vano sus primeras secuencias, en las que los personajes de Samuel L. Jackson y Walton Goggins se suben a la diligencia que transporta a Kurt Russell y a Jennifer Jason Leigh, tienen su correspondencia en la parte del metraje de El gran silencio en la que Silencio, Tigrero y el sheriff Corbett comparten transporte –incluso también se ven obligados a cargar con cadáveres a canjear por su correspondiente recompensa–. Es más que probable que el estadounidense tuviera a Corbucci en mente a la hora de construir una historia que también se caracteriza por su tono desesperanzado, así como por su visión en absoluto halagüeña sobre el ser humano.

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