La desgarradora historia de un judío que descubre a su hijo muerto en la cámara de gas de Auschwitz“Desde entonces he aprendido a comprender lentamente cómo, por encima del espacio y de los tiempos, todo está vinculado entre sí, la vida del escritor prusiano Kleist con la de un poeta en prosa suizo que pretende haber sido empleado de una sociedad cervecera en Thun, el eco de un disparo de pistola sobre el Wannsee con vistas a una ventana del psiquiátrico de Herisau, los paseos de Walser con mis propias excursiones, las fechas de nacimiento con las de fallecimiento, la suerte con la desgracia, la historia de la Naturaleza con la de nuestra industria, la de la patria con la del exilio…” G. SEBALD
Parafraseando al matrimonio Straub-Huillet, la Historia siempre comienza demasiado pronto y a menudo se habla o se medita sobre ella demasiado tarde. Sin embargo, y a diferencia del genocidio armenio o la Guerra Civil española, el Holocausto judío refutó muy rapidamente el silencio poético decretado por Adorno en 1949, al decir en uno de sus ensayos que “después de Auschwitz, escribir un poema es barbárico”.
La frase, malinterpretada y alterada con perversa torpeza, se ha repetido desde entonces como un mantra, no para imponer silencio sino más bien para dotar de altura moral a ciertas obras que pretendían sortear los límites de la representación sin caer en la truculencia gratuita de Kapò (1959, Gillo Pontecorvo) ni en la perturbadora belleza de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993, Steven Spielberg). Obras sin travellings inmorales ni imágenes que se conformen con ser únicamente imágenes y no imágenes únicas.
Hablamos, por tanto, de Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955, Alain Resnais) y Shoah (1985, Claude Lanzmann). En ese sentido, la estrategia de Hijo de Saul para sortear sus propios límites consiste en mostrar las cámaras de gas desde el principio, como si de ese modo estuviera remontando el tiempo para devolverle imágenes que no quedaron registradas documentalmente y que las películas de ficción hasta ahora solo habían conseguido visualizar trivializándolas.
La visión que tenemos de las cámaras de gas, no obstante, es una visión sesgada, en contraste con el rostro del protagonista (Géza Röhrig), a quien la cámara persigue utilizando un dispositivo similar al de los hermanos Dardenne, en continuo movimiento, encuadrándolo frontalmente o de espaldas, sin registrar recursos dramáticos demasiado obvios, con una distancia focal que difumina en la mayoría de los casos la profundidad de campo y convierte el contexto en un punto distante que es preciso descifrar a través de los sonidos.
Un grupo de judíos se desviste y deja a un lado sus pertenencias, para ducharse antes de ser asignado a uno de los barracones. «Es solo una medida para mantener la higiene», dicen unos soldados alemanes. A todos se les prometen trabajo y comida, para que su internamiento sea lo más digno posible. Otros prisioneros, ya veteranos, asienten mientras se aseguran de que cada cosa esté en su sitio: la ropa en la misma pila, las maletas en el mismo rincón…
Seguramente después de un infernal viaje en tren, hacinados, sin apenas comida y bebida, sin un espacio privado para hacer sus necesidades y viendo cómo los más viejos y los más débiles sucumbieron sin haber llegado a su destino, los judíos supervivientes creen que sus penurias, aunque no se hayan acabado por completo, serán más tolerables en adelante. Ropa nueva, comida, una cama. Ese tipo de cosas se convierten en lo inimaginable a esas alturas. Por desgracia, lo inimaginable en este caso no es un rayo de esperanza al final del túnel sino que los nazis mientan y los miembros del Sonderkommando, prisioneros que ayudan con la intendencia durante el acto de bienvenida, sean sus cómplices en lo que viene a continuación.
Sin necesidad de proporcionar información detallada, la película activa en cualquier espectador medianamente enterado las mismas interconexiones que establecía Shoah a partir de los testimonios de víctimas y verdugos, evitando repetir imágenes que ya son o deberían ser parte del inconsciente colectivo. La diferencia consiste en que Hijo de Saul es una película de ficción y no un documental, sus estrategias son más visuales que dialécticas o meditativas, como en el caso de Shoah.
Quizás su mayor virtud consista en que más que utilizar el contexto del Holocausto para trazar una historia melodramática a partir de él, construye una historia melodramática para devolvernos al contexto del Holocausto. No se trata en ningún caso de una película como La vida es bella (La vita è bella, 1997, Roberto Benigni), donde la imaginación intenta hacer más tolerable el horror; y mucho menos como La lista de Schindler, donde la grandeza de un gentil (Liam Nesson) se eleva por encima de la monstruosidad de los nazis. No es una summa sino un punto de partida.
Nemes, en una entrevista[1], dice que de los 450.000 judios húngaros que fueron enviados a los campos en apenas seis semanas, se calcula que unos 100.000 eran jóvenes y niños menores de 18 años y que la mayoría murieron en las cámaras de gas, perdiendo luego sus identidades en fosas comunes. Su película, que se concentra en un padre que intenta enterrar convenientemente a su hijo, al que encuentra entre los cadáveres que él mismo limpia y transporta de las cámaras de gas a los hornos crematorios antes llevar sus cenizas a un río cercano y hacer que desaparezcan, podría verse como el primer movimiento para que los 100.000 jóvenes sean devueltos a sus sepulturas.
Una ambición espectral llevada a cabo con una metodología materialista: traer de nuevo a los muertos al territorio de los vivos, no para hacer una alegoría similar a The Walking Dead sino más bien para acercarse al terreno del escritor W. G. Sebald, en el que los fantasmas deambulan en un mundo preciso y científico de donde no pueden escapar (y cuya desorientación aflige a quienes perciben su presencia sin poder hacer nada para proporcionarles descanso).
En una mesa redonda celebrada hace ya unos cuantos años, Claude Lanzmann y Jean-Luc Godard se enfrascaron en una acalorada discusión. El primero aseguraba que no solo no quedaban filmaciones de lo que había sucedido en las cámaras donde se gaseó a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial sino que además esas filmaciones nunca se habían hecho; y el segundo afirmaba lo contrario, por supuesto. Uno y otro enseñaban los dientes para alejar a cualquier posible intruso de “su Holocausto”, como si la cuestión únicamente les perteneciese a ellos.
Da igual quién de los dos tenía razón, lo importante en este caso es que ninguno de ellos fue prisionero en un campo de exterminio, pese a lo cual sus opiniones al respecto parecían ser las de comisarios culturales que no admiten réplicas de ningún tipo, algo que suele suceder cuando los juegos intelectuales se superponen a la experiencia. Jorge Semprún poco antes de morir reconocía que dentro de poco los últimos testigos del Holocausto habrán muerto y se instaurará la Historia, y en adelante a las víctimas no las velarán los supervivientes sino una serie de personajes que confían la verdad de los hechos a la exactitud de las cifras y las fechas, al carácter pseudo científico y no al epistemológico de toda verdad.
La distancia entre los hechos que narra Hijo de Saul y su representación cinematográfica es de setenta años, un periodo lo bastante largo como para acabar con la mayoría de los testigos directos, de los supervivientes o de los verdugos. Un periodo también similar al que hubo entre la Guerra Civil en España, que hasta la Transición y mucho más tarde no fue lo suficientemente abordada, quedando así en manos de supuestos usufructuarios y un buen número de oportunistas, pero no tanto en las de quienes tomaron parte activa en ella.
Más que en esta película, por consiguiente, las huellas del Holocausto deben rastrearse en la obra de Primo Levi, Jean Amery, Robert Antelme o Paul Celan. Esas huellas, similares a las del escritor Robert Walser ante su cadáver en la nieve, le servirán a cualquiera para entender nuestra incapacidad para escenificar no la forma sino el contenido de ciertos hechos. Como la policía, podemos reconstruir un homicidio pero no el temor ni el dolor de la víctima. Escenificamos solo para aproximarnos a un hecho, porque de ese modo creemos entender mejor, al menos lo que luego nos toca juzgar; en ningún caso escenificamos para experimentar o para saber de primera mano.
Quizás por eso Hijo de Saul comienza con una representación dentro de una representación, una mentira al inicio de una reconstrucción supuestamente veráz: el Holocausto como último capítulo de una historia atroz, con un final terrible. No solo los nazis sino también los prisoneros judíos de Auschwitz saludan a los recién llegados, para quienes ya no hay sitio en el campo de exterminio, prometiéndoles una quimera porque saben que hay momentos y circunstancias en las que uno está dispuesto a creer cualquier cosa.
La verdad – como se suele decir en las frases de baratillo de algunas películas – no es algo para lo que todos estemos preparados, porque la verdad en definitiva pone de manifiesto que ante el infortunio casi siempre estamos solos y que nadie va a venir a ayudarnos, que alguien nos destruirá o lo intentará al menos mientras el resto de los seres humanos esperan a que luego se haga la autopsia de nuestro cadáver para saber si nuestra muerte y destrucción fue así o asado, si sufrimos más o menos, si al morir nos acompañaban más corderos camino del matadero o si cubrimos el trayecto más solos que la una.
En un viaje que hice al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia) en 2003, donde se mantenía una sentido estricto de la distribución espacial, con las alambradas y los barracones en los mismos lugares de antaño, me llamó la atención un hombre de edad avanzada que o bien iba solo o bien se había descolgado del grupo con el que había ido allí. Lo vi caminar desorientado pese a los letreros que indicaban la ubicación de cada cosa, como si todo aquel museo de los horrores lo confundiese, con sus señales dirigiendo a los visitantes hacia la sala de las muñecas, la sala del cabello humano o la sala de los abrigos de loden. Me pareció que no estaba allí precisamente para aprender sino más bien para constatar.
También me dio la sensación de que aquel hombre se sentía perplejo porque reconocía cuanto le rodeaba pero no acababa de encontrarle unos cimientos fiables. Veía la forma y no encontraba el contenido. Era como si en Auschwitz, al igual que en un desierto cualquiera, se produjesen alucinaciones y uno entonces tuviese ideas ciertamente caprichosas, difíciles de compartir con otras personas. O como si a aquél hombre le hubiera sucedido lo mismo que a Primo Levi, a quien su mujer y sus hijos le prohibieron compartir sus experiencias concentracionarias, temerosos de asomarse al mismo abismo que a él le aguardó cuarenta años después de su traumática experiencia, en el hueco de unas escaleras por donde acabó con su vida.
La soledad de aquel hombre en Auschwitz me dejó seco, vaya. Jamás llegué a saber si había sido uno de los prisioneros del campo o si era familiar de una víctima exterminada allí; lo único que sé es que antes no creía que alguien pudiera llegar a estar tan solo, especialmente en un lugar tan siniestro. Ahora me pregunto si la crisis social en la que vive tanta gente en la actualidad no la estará conduciendo a una soledad existencial del mismo calibre…
En un cuento de Roberto Bolaño, dos cuarentones regresan a Santiago de Chile después de casi dos décadas de exilio en Barcelona. Aunque están al borde de la separación, deciden ir a ver juntos un partido de fútbol en el Estadio Nacional, convertido en centro de interrogatorios y torturas poco después del golpe de Estado de Pinochet, y donde varios amigos suyos habían muerto o desaparecido a poco de irse ellos a España. Mientras el equipo al que secundan golea a su rival, se dejan llevar por el entusiasmo general y aplauden pero no se miran siquiera. Al término de los noventa minutos, cada cual sigue su camino. En 2003, el mismo año de la muerte de Roberto Bolaño, un importante sector del estadio fue declarado monumento nacional y hoy en día pueden verse en sus paredes los retratos de muchos jóvenes asesinados allí hace unas décadas.
Hasta cierto punto, podría decirse que Hijo de Saul plantea algo similar a lo planteado por Claude Lanzmann en torno al Holocausto en Shoah: la imposibilidad de dar forma (o explicación) a lo que es de por sí informe (e inexplicable, ya que -como insinúa Primo Levi en Si esto es un hombre- explicar es en buena medida justificar, nos guste o no la justificación proporcionada).
El protagonista de la película lleva cuatro meses en el Sonderkommando, y sabe que tarde o temprano también él acabará entre las pilas de cadáveres, porque su situación es transitoria. Todas las tareas que lleva a cabo parecen poseídas por una rapidez material que cinematográficamente adquiere una dilatación intolerable (como suele suceder en la obra de Béla Tarr, de quien Nemes fue asistente durante dos años). Un día y medio, que es el tiempo que dura la historia, basta para destapar un intento de sublevación por parte de algunos prisoneros judíos del campo y para justificar la oposición de estos últimos ante el deseo de Saul cuando pide enterrar a su hijo, porque podría desbaratar los planes del grupo.
Y el hecho de que todo suceda a finales de 1944, medio año antes de la rendición alemana, con las tropas aliadas cada vez más cerca, nos recuerda que en aquel momento en los campos de exterminio la tarea no consistía tanto en acabar con los judíos sino en borrar las huellas de un genocidio a gran escala, en el que estaban implicados millones de alemanes (transportistas, proveedores, sastres, ingenieros, arquitectos, cocineros o funcionarios), que participaron directa o indirectamente en él, lucrándose en muchos casos sin que pareciese importarles que fuera a costa de un número desproporcionado de muertos y de un número todavía mayor de personas que en adelante tendrían que vivir con un trauma imposible de evaluar.
Hace unos años leí Los hundidos, una novela de David Mendehlson, en cuyas primeras páginas se describía la reacción de un grupo de ancianos cada vez que un niño aparecía ante ellos. De pronto, aquellas personas mayores se ponían a llorar. Eso al principio le resultaba chocante al niño; luego, al cabo de los años, su desconcierto se convertía en otra cosa al descubrir el extraordinario parecido que él mismo tenía con un familiar a quien no había llegado a conocer jamás. Al indagar sobre ese familiar de extraodinario parecido con él, el niño convertido en adulto se enteraba de su muerte en un campo de exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
En adelante, la novela (que es verdaderamente una ficción de carácter autobiográfico) se convierte en una investigación sobre las raíces, el pasado, la identidad y un sinfín de asuntos en los cuales el autor no había reparado antes de ponerse a escribir. Bien, pues digamos que Hijo de Saul podría funcionar como algo así para las nuevas generaciones, convirtiéndose en una pequeña investigación menos teórica que dramática, menos histórica que íntima, a partir de la cual se puede trazar una nueva hoja de ruta hacia el Holocausto judío, sin atravesar el campo minado que otras generaciones anteriores han atravesado hasta ahora.
En el párrafo inicial del libro Los hundidos y los salvados, Primo Levi transcribe lo que le decían los soldados de las SS a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, aun así no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas”. A ese “vosotros” al que apela la frase de Primo Levi, es quizás al que apela esta película. Lo que habría que saber es si “nosotros” formamos parte de ese contingente (después de la amnesia que hemos demostrado no solo con la Historia sino con el presente más inmediato) o si a quienes se dirige es a un nuevo tipo de espectador ante el que ya no damos la talla.
Durante la fase de preproducción de la película, Nemes buscó financiación en Francia e Israel, donde se la negaron, obligándolo a ajustarse al limitado presupuesto que consiguió en Hungría. Así, podría decirse que si Primo Levi tuvo que superar el desaliento que le produjo el rechazo de Si esto es un hombre en la editorial Einaudi pese a su amistad con Natalia Ginzburg y su cordial relación con Cesare Pavese, a quienes el libro no les interesó; Nemes tuvo que luchar contra la falta de interés por asuntos de interés histórico global, en un mundo donde todos parecemos replegarnos sobre nosotros mismos, como si hubiésemos renunciado a vivir en sociedad y ya solo nos preocupase sobrevivir individualmente.
Es curioso que algo así suceda cuando vuelve a salir a la luz el metraje recogido por Sidney Bernstein durante la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen[2], donde los aliados encontraron pruebas que luego fueron utilizadas en los juicios de Nuremberg pero que no llegaron a ver la luz pública hasta hace apenas un año por expreso deseo del gobierno británico (que en 1945 estaba enfrentado con los sionistas judíos, a quienes no quería proporcionar argumentos a su favor poco antes de la creación del Estado de Israel). Miles de imágenes perdidas, miles de identidades borradas. Una maquinaria puesta al servicio del exterminio y otra puesta al servicio del olvido.
Y contra ellas una propuesta como Hijo de Saul, que en sus pequeñas dimensiones convierte a sus personajes en zombis acostumbrados al negocio de la muerte, que curiosamente los mantiene con vida y que los empuja a aceptarlo todo, incluso ser cómplices de “los verdugos, las ordenanzas, las autoridades llamadas de ocupación, la prisión preventiva, la Historia, el tiempo y todo lo que nos ensucia y destruye”, como insinuaba Patrick Modiano en Dora Bruder.
[1] https://mubi.com/notebook/posts/an-interview-with-laszlo-nemes
[2] Advierto que el contenido de este vídeo puede herir seriamente la sensibilidad del espectador: https://www.youtube.com/watch?v=HAa2p0UnV6k