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Vivir en el cinismo, o The Wire

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Marcelo López Cambronero - publicado el 08/01/16

La característica común y desoladora de sus personajes es la ausencia de certezas y la pérdida de esperanza

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“¿Sabes qué es la vida? La mierda que ocurre mientras esperamos momentos que nunca llegan”. Así nos golpea en el rostro la sabiduría barriobajera del típico hombre que está ya “a vuelta de todo”, en este caso Lester Freamon, un policía singular de la serie televisiva The Wire.

Nos cuesta comprender el mundo en el que vivimos, entre otras cosas porque carecemos de narraciones que nos den cuenta de lo que las cosas son (la vida, la sociedad, la felicidad, el sentido de la existencia) en estos primeros compases del siglo XXI. Ya no nos explican el mundo los relatos de espías con sombrero y gabardina que corren por callejones traseros llevando un microchip con información nuclear debajo de la axila; ni esas aventuras de hombres valientes que nos contemplan desde su gigantesca altura moral, ya sean piratas o colonos, vaqueros o detectives, siempre dispuestos a luchar y sacrificarse por conseguir que brille la justicia y la bondad.

El ambiente en el que nos movemos es muy extraño, difícil de explicar, y no sirven nítidas separaciones entre buenos y los malos, ni discursos morales que convencían al más pintado y ante los que un adolescente contemporáneo frunce el ceño con desconfianza. No está de moda ni se considera inteligente eso de caminar con el corazón en alto y la mirada sedienta del mayor horizonte posible. Ahora John Wayne encaramado a un cerro nos parece un pringado, ¡qué le vamos a hacer!

Lo cierto es que la televisión ha llegado en nuestra ayuda, y viene a aportarnos la explicación de la realidad, esos relatos que necesitamos para poder ver y comprender algo de lo que nos pasa en torno. Es natural que sea ella, un medio popular. Siempre ha sido así. El teatro fue influyente mientras fue popular, y así le sucedió también a la pintura, a la escultura y hasta a los vals de Strauss. ¿No esperarían que la respuesta saliera de las artes plásticas, que están desnortadas, que han perdido el sentido, la brújula y hasta los calzones?

Ahora hemos de comprender cómo somos siguiendo, por ejemplo, el extraordinario guión de Breaking Bad, como ya expliqué en otro artículo. También vienen a colaborar los guionistas de las series que produce el canal de pago norteamericano HBO, con sus antiideales posmodernos. Seguro que entre éstas les sonará uno de sus mayores éxitos, reproducida en todo el mundo como Juego de Tronos o traducciones similares; y si han visto algunos capítulos nunca olvidarán la inteligentísima Brand of Brothers, o The Sopranos o, por último, la que hoy queremos destacar: The Wire (traducida como “Bajo escucha” en España y como “Los Vigilantes” en México).

The Wire intenta proporcionar una imagen realista de ciertos aspectos de la ciudad de Baltimore, en los Estados Unidos: el tráfico de drogas en los barrios periféricos y la lucha de la policía para frenarlo, los avatares de la política local, el funcionamiento del modelo educativo, el papel de los medios de comunicación… siguiendo el desarrollo que idearon David Simons y Ed Burns, ambos muy familiarizados con los movimientos de poder que se gestaban en dicha ciudad.

El problema de esta serie es que conforme la vamos viendo comenzamos a frotarnos los ojos y a preguntarnos si debemos creernos o no la estética realista que mantiene. Comenzamos por sospechar que lo que parece increíble quizás no sea más que cotidiano, y terminaremos por claudicar y reconocer que se nos presenta justo el lugar que hemos fabricado entre todos: un mundo cínico y desgastado en el que los pocos que creen en el bien y en la verdad quedan aplastados por la maquinaria institucional urdida a través de una compleja red de intereses en conflicto que termina por atrapar a todos y cada uno de nosotros, incluidas las arañas que contribuyen a tejerla.

La característica común y desoladora de los personajes de The Wire es el cinismo, entendido como ausencia de certezas y pérdida de esperanza. Se conforman con una circunstancia demasiado grande y compleja, demasiado hostil, ante la que sólo queda disfrutar de algunos breves momentos de alegría en el común camino hacia la muerte inevitable. No cabe aquí aceptar la realidad, cuyo mar de fondo es insoportable. Todo lo más la resignación fría del Robinson perdido y solo, pero todavía vivo.

Vivo, ¿para qué? Quizás para aguantar “la mierda que nos ocurre” mientras sueña con esos momentos “que nunca llegan”… Aunque también cabe pensar que la realidad tiene que ver con nuestra manera de mirarla, con nuestra forma de afrontarla. ¿Cabe que eso “que ocurre” sea un regalo del que podamos disfrutar, incluso al final una grandeza mayor que aquello otro que imaginamos mientras el tiempo se nos escapa? No es una pregunta con respuesta general, sino que tendrá que ser usted, querido lector, quien la conteste a la luz de su propia vida, según su capacidad para ver (o no) la bondad esencial del mundo y según la altura de su deseo.

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