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Quisiera llevar luz

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/01/16

A lo mejor el sufrimiento es como el aceite que arde para dar más luz

El sufrimiento nos acerca a Dios. El sufrimiento propio, el que vemos en nuestros hermanos, nos hace buscar con pasión a Dios.

Leía hace poco que el cura de Ars “era un hombre de luz. Él sufría en su alma y daba luz, mucha luz”. Es curioso. Tal vez tenga algo que ver el sufrimiento con la luz. A lo mejor el sufrimiento es como el aceite que arde para dar más luz. No lo sé.

El cura de Ars era un hombre débil, un hombre herido como yo. Un hombre enfermo. Y daba luz. Me gustan los belenes rotos llenos de luz. Una bombilla pequeña, o simplemente la luz del sol que entra por la ventana. La luz que surge de lo profundo del alma.

Yo también me siento llamado a ser testigo de la luz. Doy luz con mi vida cuando me dejo iluminar por la luz de Dios. Pero cuando dejo que las sombras se impongan ya no sé hacia dónde van mis pasos.

Me gusta la luz que borra las tinieblas, acaba con la tristeza, hace brillar la alegría. Me gustan esas personas que dan luz con su presencia, con sus palabras, con sus silencios, con sus gestos sencillos llenos de amor.

Me gusta más la luz que la oscuridad, la vida que la muerte. Me gusta la luz en el Belén que muestra un nuevo camino, el del amor. Decía Einstein: El Amor es Luz, dado que ilumina a quien lo da y lo recibe”.

Quisiera aprender a amar de forma diferente. Que mi amor iluminara. En verdad, cuando amo de verdad, doy luz. Cuando amo de forma egoísta, siembro oscuridad.

El amor que enaltece, que eleva, que saca lo mejor de los otros. Ese amor da luz, es luz en medio de la oscuridad. Me gustaría sacar con mi amor lo mejor de las personas a las que amo.

Cuando no las amo, puedo llegar a sacar lo peor, puedo ahondar en sus heridas y sacar lo peor que hay en su corazón. Su rencor, su desprecio, su odio. Jesús vino como luz en las tinieblas.

A veces la oscuridad no quiere saber nada de la luz. No quiere la exposición de la luz donde se ve la verdad del corazón.

Me pasa a mí cuando guardo, oculto, callo. Y me lleno de oscuridad y no dejo que la luz irrumpa y lo llene todo de vida. Me niego a que el Espíritu gobierne mi vida. Me aferro a mi pecado, a mi orgullo. Y no dejo que me ilumine esa luz del Espíritu Santo que quiere llenarme con su fuego. La luz de ese fuego interior que hace nuevas todas las cosas. En mí, en los que se dejan tocar por Él.

Quiero que Dios venza en mí todas las resistencias que le pongo. A veces me quedo en las formas y no creo en la luz que trae Jesús sin pedirme nada. Me regala todo en su gratuidad y yo sigo ofreciendo mis méritos, mis logros, mis esfuerzos, como moneda de cambio. Queriéndome así ganar su amor.

Él sólo me pide mi pobreza para poder iluminar mi oscuridad. Mi noche para llenarla de día. Mi pozo vacío para llenarlo con su agua. Mis manos rotas para sostenerlas en las suyas.

Si conociera el don de Dios, todo sería distinto. Me gustaría aprender a contemplar a Jesús en mi vida y alabarle por su generosidad conmigo. Me gustaría vivir siempre en su luz y seguir en su claridad el camino que me muestra. Pero no puedo por mí mismo. Solo no sé hacerlo.

El otro día leía: “Esta contemplación no la puede alcanzar el hombre por sus propias fuerzas, por lo que requiere, de alguna manera, la ayuda del mismo Dios: la gracia, en forma de iluminación especial que le permitirá al alma adquirir la capacidad para alcanzar la visión de Dios. Porque hay algo más que lo que se ve: está lo visible, pero también lo invisible. Y la espiritualidad consiste en aprender a ver lo que no vemos; buscar otra forma de sentir y comprender. Para encender la luz de vivir”[1].

Si pienso que ya lo sé todo me estanco, me cierro a Dios que siempre es novedad, siempre es renovación. No lo sé todo. Estoy aprendiendo cada día. Si me aferro a lo que ya sé, pierdo la vida, me seco, me lleno de sombras y me dejo llevar por la corriente.

Vivir en la luz de Belén es vivir en la presencia del Espíritu. Quiero iluminar mi Belén con la luz de Dios. Iluminar el camino de mi vida con su amor. Aunque sé que a veces en mi vida tendré que vivir oscuridades y cruces. Necesito pasar por la noche para llegar al día.

En la oscuridad de todo atardecer está en germen la luz de un nuevo amanecer. Siempre estamos en camino hacia esa segunda conversión del corazón que deseamos. Navidad es pedirle a Jesús que me convierta de nuevo. Que haga que todo mi corazón sea suyo y para siempre.

Decía el Padre José Kentenich: “La segunda conversión es el giro desde la imperfección hacia la totalidad de la entrega de toda la personalidad a Dios, a sus planes, a sus deseos, a su voluntad. Para ello puede ser que Dios trate de desasirnos de nosotros mismos y, en consecuencia, tenga que introducirnos en la oscuridad del alma, en la oscuridad del entendimiento”[2].

Dios puede permitir la oscuridad en el camino para liberarnos de lo que nos ata y hacernos más suyos. Una oscuridad puente hacia la luz. Podremos entonces vivir la oscuridad de la cruz. El dolor del abandono, de la soledad. Pero confiamos. Porque Dios está detrás sosteniéndonos con su amor.

[1] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[2] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

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