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El día en el que todo un rey cargó con un mendigo a cuestas

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Gaudium Press - publicado el 06/01/16

Una regia lección de humildad de san Eduardo el Confesor

Un día de audiencias con pobres, llegó delante del trono de San Eduardo El Confesor un resentido mendigo sucio y maloliente, tullido y llevado por varios de sus familiares. Al ser interrogado por el buen rey que todavía estaba joven y resplandecía con su melena y barba que parecían de oro, el mendigo mirándole desafiante a la cara le dijo en presencia de toda la Corte que había recibido una revelación de la Madre de Dios.

-Dime cuál es, hijo, respondió el Rey al pobre hombre.

-Que tienes que llevarme a espaldas desde aquí hasta el altar de la iglesia de Westminster para ser curado. ¿Serás capaz de hacerlo?

Ante semejante atrevimiento y el asombro de la reina madre, de los hermanos del monarca, como de algunos representantes diplomáticos de otros reinos, uno de los guardias reales intentó sacarlo de la presencia del buen rey, pero este lo impidió en el acto.

Levantándose de su majestuoso trono se despojó lentamente de su perfumada capa de terciopelos y armiño, bajo los escalones del trono y sin sacarse la corona ni las joyas de la realeza se inclinó para que le colocaran encima de su espalda el pobre maloliente hombre, que no era sino un bulto de adoloridos huesos retorcidos y algunas llagas descompuestas en las rodillas.

-¡A Westminster todos!, dijo el rey en alta voz con el mendigo a cuestas. Toda la Corte conmocinada lo siguió no sin dejar de reclamar por la insolencia. Con su carga humana el rey salió a pie por las calles de Londres en dirección a la catedral que todavía estaba en construcción precisamente por orden de él, mientras las trompetas anunciaban como de costumbre al pueblo el paso del rey, pero esta vez no en regia carroza ni sobre un corcel. Ante el altar, el rey preguntó medio jadeante a su carga humana dónde quería que lo colocara.

-Al pie del tabernáculo donde está el Santísimo, dijo con firmeza el mendigo. El rey humildemente lo descargó con suavidad en el lugar y se puso a mirarlo con dulzura. El viejo tullido se fue levantando lentamente, estirando los pies y las manos con soltura, las llagas secas y el cuerpo bien erguido.

-¡Estoy curado, Majestad. Dios guarde a mi Señor y a la corona por muchos siglos! dobló una rodilla y le besó la mano. Y el rey sonriente desde sus azules ojos lo bendijo regalándole una de las joyas.

Y todavía hay gente que se pregunta por qué es que la monarquía ha durado tanto tiempo en Inglaterra. Aquí está la respuesta: Es la gratitud de Dios con los que le gobernaron bien su menudo pueblo solamente por amor a Él, Rey de reyes, Señor de señores…

Antonio Borda. Artículo originalmente publicado por Gaudium Press

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