“Te pido que me levantes siempre con una ilusión agrandada, con más conciencia de mi pequeñez…”Quisiera que mi Navidad fuera una fiesta de la misericordia. ¡A veces me cuesta tanto sembrar paz! Quisiera que mis enfados no contaminaran el ambiente. Y mis sonrisas cambiaran a los que me acompañan.
Las luces de Navidad se empeñan en vestir mi vida de fiesta incluso cuando no sonrío. Puede ser que logren en parte llenarme de esperanza, de luz, de nostalgia, de aire puro. Puede ser que no logre avanzar lo suficiente para sentirme más libre.
Me da miedo poner mi atención en cosas poco importantes, superfluas y perder así el rumbo. Fijarme más en los títulos, en los cargos, en los nombres, en los bienes.
Quiero mirar a los ojos de cada persona como lo hacía Jesús, con misericordia. Miraba el corazón de cada uno. Veía lo que nadie veía. Lo que de verdad importa.
No sé bien si fijo con claridad mis prioridades en la vida. No sé bien si quiero lo que de verdad quiero. Tal vez no tengo claro hacia dónde voy. Ni siquiera de dónde vengo. Sueño, espero. Me gusta confiar más en los planes de Dios que en los míos.
Me gusta creer que lo que tiene pensado para mí es mejor que lo que yo he pensado: “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Me gustaría decirlo cada día. Repetirlo como una jaculatoria en el fondo del alma. Hacerlo vida con mis gestos.
Aunque a veces me turbe pensando que mis planes son mejores, y mis prioridades, y mis objetivos. Le pregunto a Él: “¿Qué quieres de mí, Jesús?“.
Sé que lo mejor de mí es lo que soy sin necesidad de hacer algo especial. No importa tanto lo que poseo, lo que consigo. Lo que soy en lo más profundo es lo que cuenta, allí donde pocos miran. ¡Qué pocas personas conocen de verdad mi alma!
Conocemos mal a las personas. Las apreciamos por lo que parecen, por lo que tienen. Y a veces las apariencias nos confunden. Quiero aceptar la vida como es. Con sus montañas y valles. Con sus caminos confusos. Mi vida, la de los otros.
Quiero preparar el corazón para que venga aquel que todo lo puede cambiar. En mi Belén, en mi pesebre. ¿Cómo me preparo para la vida eterna? ¿Cómo sueño los sueños que alguien sembró en mi alma?
Miro, busco, mantengo fija la mirada en mi objetivo. ¿Y si Dios me cambia los planes y el camino? Le pediré buen humor para aceptarlo. Una mirada tranquila para mirar más lejos, más hondo. Algo más de paz en el alma. Y la confianza de que mi vida está en sus manos y no me pertenece.
La fuente de alegría más verdadera es Él y no tanto lo que persiguen mis manos. Pero, ¡cuánto me turban los remolinos de mi río y sus aguas violentas!
Me gustan las palabras de una persona que rezaba: “Señor, sé que, demasiadas veces quizás, te he manifestado mi voluntad de entrega. Sin que quizás haya ido acompañada de una entrega real en el día a día, de actos concretos. Sé que, quizás también demasiadas veces, has visto como caía de nuevo. Ves mi cobardía, mi envidia por los que se entregan mejor y saben serte más fieles. Muchas veces no podré ofrecerte esa fidelidad probada, pero te pido que me levantes siempre con una ilusión agrandada, con más conciencia de mi pequeñez, una pequeñez que me ayude a pasar discreto por el camino hacia la santidad”.
Sí, quiero vivir con la confianza puesta en Aquel que me levanta cuando caigo. Y me abre paisajes nuevos y desconocidos allí donde yo vivo desconcertado, con vistas algo turbias. Es la esperanza que no cesa en mi alma. El ánimo grande que espera siempre lo máximo de todo lo que emprende.
Sé yo también que muchas veces te digo que sí, que quiero hacer tu voluntad, pero pronto me olvido. Y hago lo que quiero. Y busco lo que no me da la paz. Y sueño lo que no es mi sueño.
Necesito más fe para mirar más lejos. Más fe para creer en lo que soy, en lo que puedo ser. Quiero que venga Jesús y cambie mi alma.