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Sigo siendo joven, porque me siento querido

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Orfa Astorga - publicado el 22/12/15

Una reflexión sobre el valor de los ancianos y la importancia de los niños en sus vidas

He acompañado a mi nieta a una actividad escolar en un asilo de ancianos para llevarles algunos obsequios, así como presentarles cantos y bailes de entretenimiento. El evento se llevó a cabo en un soleado patio al que los ancianos acudieron, algunos por su propio pie, otros, ofreciéndoles el brazo como apoyo o en sillas de ruedas.

Elegantes algunos, pobremente vestidos otros, formaron un abigarrado grupo de rostros tristes e inexpresivos, de miradas apagadas y distantes, tan característica en quienes padecen la crónica enfermedad de la falta de amor, contrastando penosamente con la algarabía y entusiasmo de los niños. Eran la desesperanza hecha persona, en la que se compartía una historia en común marcada por una indigencia profunda de olvido y abandono.

Al regreso a casa en el coche, mi nieta hizo la observación con aire pensativo: –Abue, que triste están los viejitos en ese asilo–. Mi respuesta fue un lacónico sí, acariciando su cabecita, al tiempo que reflexionaba que esos viejitos eran tan ancianos como yo, algunos quizá, con un poco menos de años.

Pero, a diferencia de ellos, vivo rodeado de amor y es el amor la fuente de la eterna juventud. Soy muy afortunado.

Rondo los setenta años, y a decir verdad, como es la primera y única vez que vivo esta etapa, atisbo expectante las novedades que en ella se encuentran dentro del plan de mi Dios eternamente nuevo, eternamente joven. Del Dios que alegra mi juventud de hoy y siempre.

Una juventud en la que la pérdida de la fuerza, la belleza, la capacidad de trabajo no deben impedir necesariamente que el fruto de nuestros esfuerzos, de nuestros ideales, perduren, si encontramos el modo de que nuestras actividades no se sujeten del todo a nuestros condicionamientos físicos y psíquicos, para superar las pruebas a que la falta de salud, los problemas económicos o la expectativa de la muerte nos puedan someter.

Pero la falta de amor de los seres queridos es como viajar por territorios desconocidos, sin brújula, sin luz, sin una estrella que seguir como aquella por la que los Reyes de Oriente llegaron al Amor de los Amores.

Mi juventud conserva ilimitado un dinamismo por el que, cuando me encuentro que algo ya no puedo hacer, descubro siempre lo que sí puedo. Así, si no puedo correr, camino; si no puedo bailar, canto; si no puedo hincarme permanezco de pie con la mayor dignidad; si no puedo ayudar con la fuerza de mis brazos, lo hago sonriendo para dar ánimos.

Pero la falta de amor ensombrece el deseo de seguir viviendo, un ansia que se agosta sin ese estimulo vital por el que el espíritu declina, convirtiéndonos en polvo antes de la muerte.

Lucho por que la integridad alcanzada se refleje en la serenidad con que acepto el paulatino declive de mi existencia, lo hago esforzándome en mantener la entrega, y no guardarme cómodamente cerrando los ojos a la realidad de que el fin de esta vida comienza tras la muerte. Que el mayor y gran negocio en este tramo, no solo es ganarse la vida eterna, sino también saltarse el purgatorio a la torera. Sé que llegara el momento en que no podré seguir en este mundo, entonces podre aceptar la muerte cambiándole el signo, pues quien me la envía, es quien ha querido mi vida y me espera.

Pero la mayor tragedia es haber perdido la fe en Dios, porque se ha dejado de verlo en el prójimo, cuando más se necesita.

Atrás he dejado las prisas, las turbulencias de la vida, y los surcos profundos que en mi frente dejaron las preocupaciones mundanas empiezan a suavizarse, haciéndome más fácil volver a las regiones profundas de mi alma, para recuperar la capacidad de contemplación y encontrar el sentido a toda mi vida pasada, presente, y sobre todo, futura.

Para seguir creciendo en la fe, en la fidelidad a lo pequeño, y aun, a lo más pequeño, donde pueda dar muestras del más fino amor a quienes me rodean.

Es la época de trasmitir experiencias y de adquirir otras, al tomar consciencia del final de un camino donde seré juzgado en el amor.

Visitare asilos de ancianos las veces que me sea posible para llevar algo de calor a mis hermanos y encontrarme con Cristo en cada uno de ellos. Para soplar suavemente en sus almas y avivar rescoldos de amor en un apostolado de esperanza, que haga renacer su fe junto a la mía.

Los años ya no los contare, qué más da, si siempre seré joven.

Por Orfa Astorga de Lira.

Orientadora Familiar.

Máster en matrimonio y familia.

Universidad de Navarra.

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