El saludo es la puerta de entrada a la intimidad entre dos personasHoy me detengo en los saludos de la Virgen María a su prima Isabel y el de Isabel a María. La forma de saludar de María alegre, cariñosa, llena de vida y sonrisas. La de Isabel acogedora, deseando que María pudiera descansar después de un largo viaje.
Las dos viven descentradas. Piensan en el otro, no en ellas. Me gustaría pensar en mi forma de saludar. ¿Cómo saludo cuando llego yo al trabajo? ¿Cómo saludo al llegar a casa? ¿Cómo saludo cuando me encuentro con alguien en el camino?
A veces voy tan rápido, tan metido en mí mismo, que paso delante de la puerta del alma del otro sin darme cuenta. Cuando entro en mi casa y saludo, ¿llevo a Dios, su paz, su alegría, como María?
Cuando acojo al que llega a casa, ¿le bendigo como Isabel hizo con María, o me quejo de mis problemas y me molesta su presencia? A veces saludo con quejas, con desgana, molesto. Pienso que el saludo es la puerta de entrada a la intimidad entre dos personas.
María entra en casa y saluda después de un largo camino. Isabel la recibe con una alabanza y se encuentran en lo más hondo. María e Isabel han salido de sí mismas y se miran la una a la otra, piensan en la bendición de Dios que ha irrumpido en su historia.
María sale de su casa porque piensa en Isabel y en ese milagro que Dios ha hecho de regalarle un hijo cuando parecía imposible. Isabel oye a María y bendice a Dios por ella, por su fe, por su valentía, por Jesús.
Antes de hablar de sí misma, de su alegría, de su sorpresa, se conmueve ante María, ante esa niña, ante su fe valiente, ante su amor, ante su humildad. Me conmueven la fe de María y la fe de Isabel.
¡Cuánta belleza en las palabras de Isabel!: “Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: – ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Lucas 1,39-45.
Es más dichoso aquel que ha creído. Aquel que cree en el Dios de su historia, en el Dios de la misericordia. María ama y es creativa en su amor. Se pone en camino sin esperar a que se lo pidan. Se adelanta. Da más de lo que le corresponde dar. Tiene fe en Dios.
María llega. Isabel escucha y se alegra su alma. La mira, sabe que lleva a Dios. Y el canto de alabanza de Isabel no es por ella misma, sino por María. Y se siente pequeña ante María. Es un momento de mucha humildad.
Después hablará María, pero primero es Isabel la que se reconoce pequeña y alaba a Dios por las maravillas que ha hecho en su prima. ¿Cómo miro yo la vida de los más cercanos?
Me gustaría aprender de Isabel a alabar a Dios por lo que hace en los demás, en los que más amo. Sin compararme, sin ponerme yo en el centro, sabiendo mirar al otro de la misma forma como lo mira Dios.
Isabel mira a María de la misma forma como la miró el Ángel Gabriel. Inclinándose. Llena de gracia. Desborda agradecimiento.
María no dice nada al llegar, sólo es su presencia. Me gustaría saludar como Ella, poniendo el corazón, preocupándome del otro.
Me gustaría tener ese oído y esa mirada pura de Isabel, capaz de ver a Dios en los otros, en la vida. Capaz de alabar a Dios en lo que pasa en la historia de los que amo. Capaz de arrodillarse ante la puerta sagrada del alma del otro, y adorar a Dios ahí.
El encuentro entre María e Isabel marca el comienzo de muchos encuentros de Jesús con cada hombre. En este año de la misericordia María nos muestra este camino en el que su corazón misericordioso se ensancha.
La misericordia no es envidiosa, ni piensa en sí misma, ni es cómoda, ni sabe contar cuánto doy y cuánto recibo. Esa misericordia nos la muestra María hoy. Sale a consolar, a acompañar, a estar con quien lo necesita.
Miro su camino. Miro su amor y su fe. Su secreta alegría por alegrar a Isabel. ¿A quién tengo que saludar especialmente? ¿A quién tengo que alegrar? ¿Soy capaz de alabar a Dios por el milagro de los más cercanos?
Le pido a Dios los pies de María y la mirada de Isabel. Llega Jesús. Él me enseñará a caminar y a mirar. A consolar y a encontrarme con cada persona que me salga al camino.
A veces me siento instalado. Y le pido a María que llegue a mi hogar, que me salude, que haga saltar mi duro corazón, que reconozca a Dios en todo lo que me rodea. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?