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Cinco millones de muertos para que tú tengas teléfono móvil

Enganchados al móvil

© Esther Vargas / Flickr / CC

Alfa y Omega - publicado el 18/12/15

Un obispo y un sacerdote congoleños vistan España para pedir al Gobierno que regule el comercio de minerales de sangre en Europa. Ningún mandatario les recibió.

Vinieron desde la República Democrática del Congo a hablar con alguien del Ministerio de Industria, pero nadie les recibió. Terminaron en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, atendidos por dos señoritas muy amables, pero muy lejanas a la cadena de mando, que les prometieron que transmitirían su petición a instancias superiores.

Monseñor Fridolin Ambongo Besungu, presidente de la Comisión episcopal Justicia y Paz de Congo, y el padre Clément Makiobo Ma Lelo, secretario de la Comisión, hicieron escala en España hace unos días para pedir a los mandatarios de nuestro país que apoyen la normativa que obligará a los países de la Unión Europa a regular los procesos industriales para que no se utilicen minerales de sangre.

“Nos vamos sin saber cuál va a ser la posición de este país. Hemos escuchado en el Parlamento que España quiere que la legislación sea voluntaria. Pero aquí nadie nos ha dicho por qué, no sabemos la razón”, afirma monseñor Ambongo en conversación con Alfa y Omega.

Quienes sí les recibieron fueron los obispos españoles. Monseñor Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal Española, y monseñor Omella, presidente de la Pastoral Social, «han hecho suya la preocupación por hacer presión al Gobierno español», añade el congoleño.

Qué pasa con la normativa

La OCDE publicó en 2009 una guía con una serie de recomendaciones que deberían adoptar las empresas tecnológicas para garantizar la transparencia en la cadena de suministros, desde que el mineral sale de la mina hasta que llega al consumidor final. “A raíz de esta publicación, la Comisión Europea decidió proponer una regulación por la que las empresas verifiquen la cadena de producción”, explica monseñor Ambongo. Pero esta propuesta tenía un fleco: “La Comisión propuso que esta regulación fuera voluntaria. Pero si es voluntaria, no será ley. Una ley tiene que imponerse, conlleva una obligación”, asevera el prelado.

La buena noticia llegó de la mano del Parlamento Europeo que, en consonancia con la visión de monseñor Ambongo y 70 ONG europeas que hacen seguimiento del problema, aseguró que “la normativa debería ser obligatoria, porque si los estados no obligan a sus empresas a ser transparentes, no se solucionará el problema”, explica Guillermo Otano, responsable de la campaña Tecnología libre de conflicto de la ONG jesuita Alboan.

Entre la petición de voluntariedad de la Comisión, y la propuesta de obligación de los europarlamentarios anda el juego. Ahora la negociación ha entrado en la tercera fase, “la del Consejo Europeo. En él están los representantes de los estados miembros, que tienen que votar si quieren que la regulación sea obligatoria o voluntaria. Aún no ha dado la última palabra, pero nos tememos que vaya más en la dirección de voluntaria que la de obligatoria”, reconoce Otano. Por eso, el obispo congoleño está de tourné por varios países europeos, “porque hemos pensado que era necesario visitar a los distintos gobiernos para sensibilizarlos y que voten a favor de una normativa obligatoria”.

El obispo responsable de Justicia y Paz y el sacerdote secretario de la Comisión, pasaron por Alemania, Francia, Bélgica e Italia, antes de aterrizar en España. “Alemania es uno de los países más implicados. Nos han dicho que les viene muy bien que todas sus empresas trabajen con total transparencia”, afirma monseñor Ambongo. Otros estados, como es el caso de España, “no se definen todavía. Evidentemente, es porque hay intereses de grandes compañías minerales. Sospechamos que eso es lo que ocurre con España, aunque no lo han dicho claramente”.

País rico, país pobre

El Congo tiene el 80 % de las reservas mundiales de coltán, un mineral del que se extrae el tantalio, componente indispensable para el funcionamiento de la mayoría de los dispositivos tecnológicos. Su extracción está controlada por grupos armados, que explotan a la población y utilizan el dinero recaudado para alimentar a sus guerrillas con armas y promesas. “Este país, rico en recursos naturales, lleva en conflicto desde los años 60, y todavía no ha llegado a su fin. Desde 1998 han muerto más de cinco millones de personas a causa de esta riqueza del subsuelo”, afirma Donato, misionero javeriano congoleño.

Estos grupos armados no solo controlan las minas y cobran impuestos a los pobladores de la zona, sino que son los responsables de las rutas de contrabando que llegan hasta países vecinos como Uganda o Ruanda.

Desde allí, los minerales llegan a las fundiciones de países asiáticos –principalmente Tailandia, Malasia, China e India–, donde se fabrican las piezas que luego serán vendidas a las industrias que ensamblan los dispositivos y, finalmente, a nosotros nos llega a través de la empresa final que comercializa los productos.

“Con la obtención de recursos provenientes de estas zonas de conflicto o de alto riesgo, es probable que las empresas europeas estén alimentando un ciclo de violencia que socava los derechos humanos, la paz y el desarrollo”, afirman las Comisiones Europeas de Justicia y Paz en una declaración conjunta para exigir la normativa europea obligatoria. Lo recalca el Papa en la Laudato si: “Una contribución al cambio puede ser hecha por los gobiernos de los países de origen, por las empresas multinacionales, por las autoridades locales que supervisan las operaciones mineras, por las cadenas de suministro internacionales con sus diversos intermediarios, y por los consumidores de bienes. Todas estas personas están llamadas a adoptar una conducta inspirada en el hecho de que constituimos una sola familia humana”.

En la mina de Rubaya, al este del Congo, se llegan a producir 20 toneladas de coltán por semana. “Luego se vende a 600 euros el kilo, pero los mineros cobran dos euros al día”, explica el misionero. “Mucha gente muere en la mina, pero todos quieren trabajar allí, porque es la única manera de asegurarse un pequeño ingreso para poder comer. No hay cultivos, y el mercado mineral es la única salida”, afirma Jean Pierre Buledi, congoleño y activista contra el comercio de sangre.

“El problema es que todo el mundo va a la mina, hasta los maestros dejan la escuela”. Pero la cuestión es que las minas no benefician a la población, porque “solo en Rubaya hay un 60 % de niños desnutridos”.

Tecnología manchada de sangre

Todos nuestros teléfonos móviles, tabletas, ordenadores, cámaras fotográficas y otros dispositivos tecnológicos contienen algunos elementos caros y escasos, pero fundamentales para su funcionamiento.

Cuatro de ellos son los conocidos como minerales de sangre: el coltán, el estaño, el wolframio y el oro. El coltán almacena la electricidad en el móvil –sin él, por ejemplo, no sonaría–. El wolframio hace que pueda vibrar. Con el estaño se sueldan los circuitos. Con oro se cubren los cableados. La extracción de estos cuatro minerales, predominantes en la República Democrática del Congo, depende del control de grupos armados que nutren sus guerrillas con el dinero obtenido de la venta de los minerales, y matan y violan a la población que no quiere someterse a su explotación. Mientras, el Gobierno congoleño mira hacia otro lado.

En Europa renovamos cada año alrededor del 40 % de los teléfonos móviles. Solo en España, se tiran 18 millones anualmente, según cifras proporcionadas por la ONG Alboan. Y eso que la vida útil de un dispositivo es de diez años, pero el tiempo medio de utilización se sitúa entre el año y medio y los dos años. Esta renovación excesiva se debe a diferentes causas, como los cambios estéticos o la introducción continua de nuevas funcionalidades.

El continente africano no escapa a las consecuencias del último escalón de la masiva producción de tecnología. En Europa, señala Alboan, cada habitante produce unos 14 kilos de residuos electrónicos al año. A pesar de las prohibiciones de la Convención de Basilea, muchos de estos residuos son devueltos a países africanos, y acaban en grandes vertederos de basura tecnológica. Estos vertederos tienen graves consecuencias para la población, destruyendo su salud y su medioambiente.

Escrito por Cristina Sánchez Aguilar en Alfa y Omega

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