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Museo de la Melancolía: Inventar el futuro + Reinventar el pasado = Asfixiar el presente

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Shutterstock / s_bukley

Hilario J. Rodríguez - publicado el 17/12/15

La guerra de las galaxias supuso el final de una época y al mismo tiempo dio paso a una nueva: la del cine para el merchandising

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Un silogismo insinúa que ante la Ley todos somos inocentes hasta que se pruebe lo contrario, pero lo que la realidad finalmente asegura en medio de nuestra crisis actual es que en el fondo somos culpables hasta que se pruebe lo contrario.

A George Lucas yo le concedería el beneficio de la duda si no fuese por las evidencias que hay en su obra a partir de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), cuando sus películas ya solo fueron capaces de decirme que el cine es mercancía, que las películas son mercancía, que los espectadores somos mercancía y que en la mayoría de los casos la crítica cinematográfica también lo es.

Sin embargo, con esta apreciación no pretendo convertirlo en un delincuente sino más bien en un hábil empresario. A diferencia de otros compañeros de generación, la de los absurdos cheques en blanco para evitar la muerte de los grandes estudios, él no se enfrentó a sus responsabilidades como cineasta y prefirió enfrentarse a sus responsabilidades como entertainer. Por eso su mantra siempre ha sido «el público», «hacer cine para el público»; es decir, «todo por la pasta».

Y reitero que eso no lo convierte ni en una mala persona ni en un mal cineasta. ¿Por qué habría él de desear lo que yo deseo o lo que deseaban William Friedkin, Michael Cimino, Dennis Hopper o Francis Ford Coppola al rodar algunos de los más disparatados pero sublimes experimentos con el lenguaje cinematográfico que se hicieron durante la década de los setenta y que acabaron con el triste epitafio de «fracasos» (y me refiero a Carga maldita, La puerta del cielo, La última película y Corazonada)?

Decir hoy en día La guerra de las galaxias es algo muy similar a referirse a los quilates de un diamante. Las películas de la saga están entre las más taquilleras de la historia del cine, sus imágenes nos persiguen (porque las encontramos por todas partes) y cada noticia en torno al fenómeno es trending topic. Vivimos en un mundo Lucas donde hay quienes incluso sueñan con él. Pero yo no.

Es cierto que vivo en ese mundo, la diferencia es que no me acuesto pensando en él, ni siquiera le dedico demasiada atención aunque los periódicos, las redes sociales o los amigos quieran hablar únicamente su lenguaje, como si no existieran otras posibilidades. Me parece un universo demasiado estrecho y asfixiante. Ni siquiera su exactitud me asombra ahora que los efectos de sus películas se han sofisticado y las tramas son un poco más sombrías pese a su invariable carácter circense.

He de reconocer que me pasa un poco lo mismo cuando alguien se refiere a la saga Torrente en España y me recuerda que, mejor o peor, mantiene la defectuosa maquinaria del cine español en marcha, y que lo hace apelando a la única verdad posible en el mundo en que vivimos (que no es si algo nos gusta o no, si es bueno o malo) y que se limita a las cifras, que nunca mienten. Bien, pues si ese es el mundo donde vivo, quiero dejar claro al menos que no es mi idea de un mundo perfecto.

Quiero dejar claro asimismo que vi La guerra de las galaxias con la edad adecuada y, por tanto, me gustó. Fue luego, al crecer y no sentir en las siguientes partes de la saga voluntad de hacerse algo más adultas, cuando me desentendí del fenómeno. Curiosamente, también entonces, al desentenderme del fenómeno, me di cuenta de sus rasgos más impositivos y dictatoriales. Me gustase o no, me interesase o no, tendría que seguir viviendo en el mundo Lucas.

Durante un viaje que hice a Boston con mi familia en 2005, por ejemplo, en el centro nos encontramos con Darth Vader y algunos sicarios suyos a la entrada de un cine. Era pronto para que se estrenara La venganza de los Sith (Star Wars Episode III: Revenge of the Sith, 2005) y tampoco era probable que se fuera a realizar un pase de prensa, de modo que nos sorprendimos al ver aquel grupo de facinerosos en mitad de la vía pública, dejándose fotografiar con quienes se lo pedían. Mi hijo fue quien peor parado salió de todo el incidente porque, al pasar al lado de aquel «anuncio humano», Darth Vader se agachó para preguntarle si quería una fotografía y entonces él se lanzó a mis brazos, asustado. Por supuesto, mi hijo tenía siete años y todavía no era capaz de entender cuál es la diferencia entre la realidad y la fantasía, pero lo que sí sabía era cuándo algo le daba y no le daba miedo.

Quienes no sabían qué efecto producían en los espectadores o en los transeúntes a los que dirigían sus películas o sus campañas de promoción eran los responsables de la saga La guerra de las galaxias (Lucas & sus secuaces) quizás porque no les preocupaba el público de sus películas mientras lo hubiese. Ese era y sigue siendo el credo de ciertas corporaciones, interesadas en vender sus productos sin importarle los medios, las intenciones o la fiabilidad de sus propuestas[1].

Hace casi treinta años, La guerra de las galaxias supuso el final de una época y al mismo tiempo dio paso a una nueva. Por una parte, hizo de la cinefilia una forma de registro existencial, sustituyendo las experiencias vitales por fragmentos tomados de la historia del cine, lo cual convirtió las películas en museos donde cada imagen remitía a imágenes anteriores. Y por otra, convirtió muchos estrenos cinematográficos en meras excusas para hacer un lanzamiento de merchandising (muñecos, golosinas, gorras, camisetas, espadas láser, tebeos o videojuegos). En adelante, bastantes películas se convirtieron en pastiches y en catálogos de venta.

Aunque nunca quedase muy claro si George Lucas sabía algo sobre los seres humanos, al menos saltaba a la vista que había visto mucho cine y que tenía olfato para los negocios. Eso explica que La guerra de las galaxias, más que proponer nuevas formas, perfeccionase las viejas, haciendo continuos guiños a las obras maestras de la ciencia ficción, a seriales o a clásicos como King Kong (1932, Ernest Schoedsank y Merian C. Cooper) y El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934, Leni Riefenstahl); y también explica que alguien como Mel Brooks decidiese hacer una crítica del consumismo parodiando La guerra de las galaxias en La loca historia de las galaxias (Spaceballs, 1987).

Puede que nadie haya pensado al respecto, aun así me parece significativo que tres de las películas de la saga galáctica (El imperio contraataca, El retorno del jedi y Star Wars: The Force Awakens) no las haya dirigido George Lucas y que eso no cambie nada; parece que da igual quién las dirija siempre que quien controle su venta sea la misma persona. También me da qué pensar que las películas se hayan rodado sin seguir un orden cronológico y que el detalle no plantee mayores quebraderos de cabeza a los espectadores, acaso porque no importa dónde empieza y acaba la cuestión.

Lo más preocupante, sin embargo, es comprobar cómo el espectáculo se construye bajo parámetros que solo admiten que el grado de emoción siempre se mantenga, descuidando la profundidad de sus propuestas, que jamás son densas porque se desintegran al expandirse en diferentes direcciones que solo apuntan hacia gadgets y trucos de magia. Para colmo, hay quienes quieren leer los clásicos grecolatinos, la literatura artúrica o algunos libros sagrados a través de La guerra de las galaxias, porque siempre es más fácil hacer juegos intertextuales con un par de títulos que leer de verdad los libros que la gente cita.

Las tres primeras películas rodadas mostraban la lucha entre el Bien y el Mal como algo abstracto. Luke Skywalker (Mark Hamill) quería, por ejemplo, destruir la Estrella Oscura, donde operaba Darth Vader, y para ayudarle a conseguirlo George Lucas vio bastantes películas sobre la aviación, de las cuales fue eliminando el material humano hasta convertir algunas secuencias de La guerra de las galaxias en un precedente de videojuegos donde matar resulta divertido. En ese sentido, las tres últimas películas estrenadas no fueron muchos mejores, centradas en las turbulencias que sufre un muchacho desde la muerte de su madre hasta su transformación en un monstruo, olvidándose de dar explicaciones convincentes o soluciones, como si se tratara de algo baladí.

No cabe duda de que treinta años de La guerra de las galaxias tienen algo que ver con la insensibilización prematura de varias generaciones y de la glorificación irracional de la violencia que Michael Haneke reflejó de manera tan minuciosa en Funny Games (1997) y cuya pausa o continuidad dependían del mando a distancia de un televisor, que revertía la realidad cuando ésta no se adecuaba a los deseos de dos jóvenes asesinos. Desde luego, no culpo a la saga por todo el mal que ha sufrido el mundo desde el estreno de la primera película, aunque sí me parece preocupante que uno haya de vivir con un invento así le guste o no, como deja claro el hecho de que ahora y durante los próximos meses nuestra manera de situarnos en el presente pase por tener en cuenta el estreno de Star Wars: The Force Awakens a finales de este año, para ver qué ha hecho J. J. Abrams con el invento[2].

El gran crítico y novelista José María Latorre, que fue y sigue siendo uno de mis maestros incluso ahora que ha muerto, me dijo hace ya tiempo que para él La guerra de las galaxias no era –como para J. G. Ballard− un simple episodio de The Muppet Show sino también una terrible traducción del universo literario de Franz Kafka a la realidad. Hablaba de pesadillas que pueden convertirse en tragedia o en comedia con igual facilidad.

Para explicarse me contó una anécdota sin desperdicio. Ángel Comas escribió para la colección Sesión Continua de Dirigido por… un libro sobre La guerra de las galaxias y Psicosis. Creyendo que a George Lucas le agradaría ver que alguien en España se interesaba por su obra, Comas le envió un ejemplar a la Lucas Ltd. Dos meses después aparecieron dos abogados estadounidenses que representaban a Georges Lucas en la redacción de Dirigido por…, con la intención de cobrar derechos por la utilización de fotogramas de La guerra de las galaxias en aquel libro o denunciar a la empresa. Cuando se enteraron del escaso número de ejemplares de la edición y del poco dinero que obtendrían en un juicio porque Dirigido por… se negaba a pagar, y seguramente después de consultar a Lucas qué debían hacer, desaparecieron sin dejar rastro.

[1] Y si no que se lo pregunten a quienes invirtieron sus ahorros en preferentes con el silencio cómplice del gobierno.

[2] Un buen ejemplo de todo lo dicho en este párrafo puede verse en una comparación entre esta secuencia de La guerra de las galaxias:

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Y este vídeo colgado por Wikileaks en youtube con el título Collateral Murder, sobre una misión de un helicóptero estadounidense en Irak:

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