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Aprovechar el sufrimiento para… ¿reír?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/12/15
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Siempre existe un lado bueno aunque a veces me cueste descubrirloEl otro día me hablaban de un libro para niños. Me hablaban de Pollyanna. Era una niña huérfana de padre y madre que es enviada a vivir con su estricta tía Polly. Aprendió en las dificultades de la vida a practicar el juego de la alegría.

Esta huerfanita cambió por completo su vida y la de toda una ciudad. Educada con optimismo por su padre es capaz de encontrar siempre el lado bueno de cualquier situación para alegrar la vida de los que la rodean.

Así lo hace con su propia tía, con un hombre solitario y triste, y con una mujer deprimida por su enfermedad, que la tenía postrada en cama. Esta niña que sufre muchas desgracias, hace siempre una lectura positiva de su vida.

¡Cuánto nos cuesta mirar así la cruz! En seguida nos turbamos y dejamos de confiar. Me gusta el juego de la alegría. Me gustaría ser siempre capaz de jugar a mirar lo positivo, a sacar el lado bueno de las cosas.

Siempre existe un lado bueno aunque a veces me cueste descubrirlo. Donde se cierra una puerta se abre una ventana.

Me gusta la descripción que el Padre Melchor Nunes hace de san Francisco Javier: “Siempre riendo con rostro afable y sereno. Siempre ríe y nunca ríe. Siempre ríe porque tiene siempre una alegría espiritual. Y a pesar de ello nunca ríe porque siempre está recogido en sí mismo y nunca se disipa con las creaturas”.

¡Qué forma tan bonita de vivir! Vivir riendo. Reír viviendo. Vivir contenido. Vivir entregado. Con una mirada franca y alegre. Con una alegría contenida. Con una risa que todo lo llena.

La risa es contagiosa. También lo es el llanto. La risa rompe los silencios. Esa risa verdadera, pura, cristalina. Como una cascada. Esa risa que todo lo ilumina.

Me gustan las personas que ríen, que sonríen, que ríen con los ojos y con la boca, con ruido o sin ruido, no importa. Me gusta la alegría contenida y el sentido del humor. Me gusta una mirada que ríe. No es fácil reír con los ojos. Me gustan las palabras alegres en los momentos más tristes.

A veces reír en momentos difíciles parece no ser lo más indicado. Tenemos que cuidar la empatía y sufrir con el que sufre y llorar con el que llora. Y no reír cuando no toca. Pero tener sentido del humor en momentos de dolor sana el corazón. ¡Cuánto nos ayuda!

También es una ayuda aprender a reírnos de nosotros mismos, de nuestras torpezas, de nuestros miedos y no aprovechar siempre para reírnos de los errores de los demás. Reírnos sin burlarnos, sin menospreciar a los otros. Reírnos con cosas inocentes, sin caer en ese humor sarcástico, irónico, hiriente. La sonrisa fácil. La risa inocente. La mirada franca.

Me gusta la risa del Jesús del castillo de Javier. Ríe sin reír, en el silencio del dolor de su muerte. Ríe y me mira tratando de darme algo de su pena para alegrar mi alma, para que no llore. Ríe para decirme que ya estoy en Él, contenido, descansando en sus brazos.

Ríe y me sonríe, invitándome a seguir sus pasos, diciéndome que no he de temer, que Él está conmigo para siempre, que no se va nunca.

Estamos alegres cuando nada nos preocupa, cuando no vivimos angustiados por lo que escapa a nuestro control. ¡Qué difícil que nada me preocupe! La vida me asusta. Me suelen preocupar las cosas que pueden suceder. Me suelo agobiar por el futuro incierto.

Jesús me pide que viva sin dejarme llevar por el peso del pecado, de la pérdida, del fracaso. Sin abrumarme por la vida que como una cascada se lo lleva todo por delante. El Señor está conmigo, ¿por qué me angustio tanto por lo que ha de venir? ¿Por qué temo tanto las pérdidas?

Sonrío. Me río. De mí mismo, de mis miedos. Me río con la vida que Dios me regala. Con las pocas certezas que manejo. ¡Ese afán absurdo por querer tenerlo todo controlado! Esbozo una sonrisa como el Cristo de Javier. Me conmueve esa imagen. Me alegra. La miro. Confío. Sonrío.

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