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El asesinato de un gato: La investigación de un loser

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Tonio L. Alarcón - publicado el 14/12/15

A partir de los mimbres de la comedia contemporánea, propone una curiosa variación sobre el relato hardboiled clásico

Aunque no cuenta, ni mucho menos, con el prestigio de otros géneros tradicionalmente considerados más honorables, como el (melo)drama, el western o incluso el terror y/o fantástico, la comedia es también, aunque pueda no parecerlo, uno de los más complicados… Y, al mismo tiempo, de los peor comprendidos –de ahí el famoso y archiconocido “Es mala pero te ríes”–.

La cinefilia, digamos, clásica tiende a considerar que el género murió allá por los años 50, y que, desde que pasó el momento álgido de la screwball comedy, en realidad no hemos hecho más que carcajearnos con subproductos, derivaciones y malas copias del genio de especialistas como Lubitsch, Hawks, Capra, McCarey, Sturges, Wilder… Cuando en realidad, como cualquier género vivo, todavía con tirón popular, ha ido evolucionando, adaptándose a los cambios en el público, buscando nuevas formas de provocar, de remover, de cuestionar.

No se trata, sencillamente, de escribir chistes (más o menos) ingeniosos y que alguien los interprete con cierta gracia. Hay también una dimensión puramente instintiva, irracional, en la construcción del gag, en el timing a la hora de encadenar frases e interaccionar en lo físico, que puede domarse a través de la experiencia pero no dominarse por completo si no hay una chispa natural, un talento innato. Algo que demuestra, de la forma más pragmática (y más frustrante) posible, El asesinato de un gato.

Y es que en el mismo metraje conviven dos películas diferentes: la comedia excéntrica, delirante, que han escrito sus dos guionistas, Christian Magalhaes y Robert Snow, y la (re)interpretación cinematográfica de la misma que ha llevado a cabo, en un registro de humor indie que huele a factoría Sundance, su directora, Gillian Greene. Lo cual no supondría mayor problema si se hubiera producido una adaptación tonal en alguno de los sentidos, en lugar de derivar en un filme que se expresa en lenguajes divergentes: el de sus diálogos y las situaciones que plantea sobre el papel, y el de la puesta en escena que plantea su realizadora, sorprendentemente sobria, contenida, para un proyecto que se caracteriza, al menos a priori, por su tono enloquecido –y al que se habría adaptado con más naturalidad su marido, y productor del proyecto, Sam Raimi–.

De hecho, da la sensación de que, sea por torpeza o por falta de entendimiento, Greene se obstina en filmar en clave dramática un material que, en realidad, requería de una cierta sensibilidad para el timing cómico. De ahí que opte por rodar la mayor parte de las secuencias con planos largos, sean en movimiento o sostenidos, que dejan a los actores cierta libertad para respirar en lo interpretativo –quizás demasiada, lo que provoca que la sobreactuación de Fran Kranz no encaje con el resto de los actores–, pero, al mismo tiempo, le resta tensión y, sobre todo, ritmo a los intercambios cómicos. En demasiadas ocasiones, la directora deja morir los chistes alargando los silencios y los planos de reacción, y dinamitando, sin darse cuenta, la (posible) eficacia de sus propios gags.

Una lástima, partiendo en cuenta el interés de lo que, al menos a nivel de guión, plantea El asesinato de un gato: una relectura a partir de las claves genéricas de la nueva comedia americana del relato hardboiled clásico –como exploró, a partir del cine teen, y con muchísima más fortuna, Rian Johnson con su estupenda Brick–. A partir de un punto de partida de extrema sencillez, y notable excentricidad, Magalhaes y Snow van articulando un trazado argumental que, a medida que se desarrolla, revela que está cimentado sobre tropos puramente noir, obligándonos a reinterpretar hechos, personajes y situaciones desde la perspectiva del policíaco puro.

Cierto que la trama pierde impulso a partir del momento en que comienza a proporcionarnos respuestas –y a imponerse el registro dramático en el que, desde el principio, se nota más cómoda a Greene… y al propio Kranz–, pero esa limitación debería estar compensada por la simpatía que, a esas alturas, deberíamos haber desarrollado hacia unos personajes que, en realidad, ni siquiera sus excelentes intérpretes logran dotar de la humanidad y el atractivo que se hubieran merecido.

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