La trastienda de la conquista de América (2)El martes 12 de diciembre de 1531 “el sol venció a las tinieblas”, según la frase del padre José Luis Guerrero, refiriéndose al “nuevo nacimiento” de los pueblos indígenas del centro de México y su incorporación gradual a “la alianza nueva y eterna”, fruto de la última, decisiva, aparición de la Virgen de Guadalupe al “macehual”, al indígena pobre, Juan Diego Cuauhtlatoatzin (“El que habla como águila”).
Manuscrito fundacional
La pieza clave de este encuentro entre la Virgen y san Juan Diego (fue canonizado en la basílica de Guadalupe por san Juan Pablo II en 2002) es, desde luego, el lienzo milagroso, la tilma que llevaba el indígena y que se conserva intocada por el tiempo, con la imagen de la guadalupana impresa en ella.
Pero también el relato que en 218 versículos se conoce como el “Nican mopohua” en el que se narra la conversación de ambos, en el pequeño cerro del Tepeyac (“Nariz del monte”), lugar en que los indígenas veneraban a la “Madre de los dioses”, a Tonantzin (que quiere decir “Nuestra madre”).
“Nican mopohua” (“Aquí se relata”) es la primera frase del escrito poético en náhuatl de la fundación de México a los pies de Guadalupe, pues en las faldas del Tepeyac se colocó la primera ermita en su honor.
Dice fray Bernardino de Sahagún en la nota final del Libro XI de la Historia General de las Cosas de Nueva España, que a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, los indígenas “también le llaman Tonantzin”, y fue la que precipitó el fenómeno inicial de los bautizos y las conversiones de los naturales.
En la primera estrofa queda contenido el hermoso relato que podría bien ser considerado como el relato fundacional de una nación que amalgamaba (como el “Nican Mopohua”) el sentido del amor de los macehuales a Tonantzin con el códice del amor de la madre de Dios, del Dios verdadero, a los más pequeños del reino, ejemplificados en Juan Diego:
Aquí se relata, se pone en orden, / cómo, hace poco, de manera portentosa, / se mostró la perfecta doncella, / Santa María , madrecita de Dios, / nuestra noble señora, / allá en Tepeyácac, Nariz del monte, / que se dice Guadalupe. / Primero se mostró a un hombrecillo, de nombre Juan Diego. / Luego apareció su imagen preciosa / ante el recién electo obispo / don fray Juan de Zumárraga, / y (también se relatan) todas las maravillas / que ha hecho…
Imposible que fuera del siglo XVII
Durante muchos años, la polémica por parte de los antiaparicionistas se centró en el “invento” de la Iglesia católica, de los frailes franciscanos y/o de las autoridades civiles españolas, respecto a las apariciones y al “Nican mopohua” que las relata, las pone en orden.
Todo este “tinglado” habría sido creado, según ellos, en el siglo XVII, es decir, pasada ya una centuria desde las “supuestas” apariciones de Guadalupe.
Muchos análisis se han hecho de este documento que se atribuye a la autoría del sabio indígena, latinista y discípulo de fray Bernardino de Sahagún (en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, el primer colegio de América, fundado en 1536), Antonio Valeriano.
Pero muy pocos llegan a la profundidad lingüística que recoge Miguel León-Portilla en su intento por dilucidar el pensamiento náhuatl y el mensaje cristiano en el “Nican mopohua”.
En efecto, en un texto tan largo como es el documento en cuestión, León-Portilla descubre “menos de quince” préstamos del español al náhuatl; “préstamos que por el contexto parecen necesarios como Santa María, Dios, obispo, misa, hora, Castilla, sábado, domingo, lunes, diciembre, iglesia mayor y otros pocos…”.
En general, se trata “de un náhuatl muy cuidado”, que se hablaba, unos pocos años después de las apariciones. Un náhuatl imposible de copiarse con tan pocos “préstamos” del castellano un siglo después del acontecimiento.
Náhuatl que solamente podrían hablar y escribir sabios indígenas como Antonio Valeriano, uno de los muy cercanos a los frailes franciscanos, cristiano de la primera hora, muy probablemente conocedor de los portentos guadalupanos. Y de Juan Diego.