Empieza con una oración: “Quiero besar tus deseos, pero me aferro a los míos…”En el Adviento me gusta pensar en la paciencia de Dios. Me veo muy impaciente. Quiero que las cosas ocurran inmediatamente, lo antes posible. Pero no ocurren y me desespero. El tiempo pasa y no sucede lo que anhelo.
Quiero que se cumplan los plazos y se tomen las decisiones. Me quedo quieto esperando a que el sol se hunda en la noche. A que amanezca en medio de la oscuridad. Aguardo impaciente a que el brote deje ver la flor. A que las hojas caigan en su momento desnudando ramas.
Quiero ya el presente y no dentro de tanto futuro. Me inquieto cuando no cambio yo mismo a la velocidad que deseo. Cuando no progreso, cuando no soy mejor que hace algún tiempo. Me duele repetir los pecados. Me impresiona la torpeza de mi voluntad.
Me turbo al ver las canas como único fruto de la madurez que anhelo. Aunque bien sé que madurar no es perder la sonrisa ni los aires de niño y volverme más serio. Eso no lo quiero.
Como dice Jim Carrey: “Creo que madurar no significa ser una persona seria, mucho menos aburrida. Madurar es poder tontear, jugar, bromear, hacer sonreír como un niño. Pero sin olvidar nuestras responsabilidades. Aceptar que ya no somos niños, pero sin olvidar que un día lo fuimos”.
Madurar es aceptar que la vida se puede llenar de luz con una sola sonrisa. Entre algunas bromas. Y no por ello crecer pasa por ser algo serio. Dios es paciente con la sonrisa de esos niños que viven en un presente eterno.
Dios es paciente con mis inmadureces, con mis caídas, con mis torpezas. Respeta mis tiempos y mis ansias. Me mira como una madre a un niño esperando los primeros cambios del paso del tiempo. Y me sueña todavía mejor de lo que ya me ve.
Porque cree en la potencialidad que se esconde en mi alma. En la semilla enterrada. Sabe que puedo ser mucho más libre, más puro, más generoso, más suyo. Sabe las posibilidades que aguardan bajo mi tierra. Desea una vida más plena de la que vivo. Y espera que dé el primer sí que provoca el cambio.
Una persona rezaba: “Quiero caminar por tus caminos a Belén. Anhelo el camino. Es un camino nuevo, lleno de posadas y de etapas, de misterios donde José y María guardan el secreto, su misterio, se apoyan, se cuidan, comparten sus sueños y sus miedos. Y se sienten muy pequeños, muy indignos, se admiran mutuamente, se miran con ternura. ¡Cuánta ternura en su camino hacia la montaña! Quiero ir con ellos. Todo empezó por un sí. También te lo doy hoy. Sí, aunque no vea. Sí, aunque tema. Sí, aunque ame con toda mi alma. Sí, aunque renuncie. Sí, aunque sólo tenga el hoy. Gracias”.
Dios es paciente conmigo. Cuando me pierdo sale a mi encuentro. Él me deja caer porque respeta mis pasos. Me invita a no tener miedo al ridículo, al fracaso, al abandono.
Tengo miedos. Quisiera vivir más de la fe. Dios tiene paciencia y sale a mi encuentro. Necesito audacia para tomar riesgos por Jesús. Hay decisiones locas que no tomo. Me conformo, me quedo quieto. Me da miedo perder mis seguridades. Exponerme al rechazo y a la soledad.
Se me olvida que cuando regalo lo que tengo recibo mucho más. Me cuesta creer en la generosidad de Dios. Quisiera tener más libertad interior. Pero sé que no puedo yo mismo allanar mis montes, elevar mis valles.
Dios tiene paciencia y es Él quien lo hace. Eso me consuela. Él lo hace en mí. Lo que yo no puedo Él lo hace. Y yo sólo tengo que abrir mi corazón y dejarme hacer. Me gustaría ver que la salvación de Dios llega a mi vida.
Le pido a Dios que me ayude a escuchar su voz. A irme al desierto a escucharle, al silencio, a la soledad. El Adviento es tiempo de desierto. Para conocernos más, para descubrir hacia dónde vamos.
Quiero pedirle que me enseñe a ser fiel siempre a esa voz. A ser dócil a su voluntad. A abrir mi corazón para que siempre me sorprenda con su mirada.
Él siempre es más que mi idea de Él, que mi anuncio de Él. Mis palabras apenas dibujan torpemente su rostro. Mis gestos deslucen muchas veces su amor. Siempre es más, siempre me sorprende.
Quiero que cambie mi corazón estas semanas. Le entrego los valles de mi alma, los montes, los caminos. Todo lo que soy. Le entrego mi paisaje original, para que llegue y entre, y ponga sus pies en mi barro.
Quiero rezar como rezaba una persona: “Me alegra dar la vida. Pero me cuesta sufrir. Tengo tantos apegos... Quiero inscribir mi corazón en el tuyo, Jesús. Es posible. Sería un milagro. Quiero soñar con cosas grandes. A veces me quedo corto. Quiero besar tus deseos. Pero me aferro a los míos. Quiero soñar con tus cumbres. Y me conformo con vivir en el llano. Deseo tocar lo que no veo”.
Quiero que Él llegue en este Adviento y pueda hacer su casa con mi barro, con mis piedras, con mi agua, con mis valles y montañas. Con mis rocas duras, con mi tierra blanda. Le entrego mi vida como es ahora para que haga milagros con ella.
Mi vida limitada y pobre. No como me gustaría que fuera. Le entrego mis caminos confusos, mi jardín lleno de maleza, mi pozo tantas veces seco. Se lo entrego todo para que Él llegue y se meta en mi interior, y lo cambie todo.