Cuando nos agreden podemos acabar reaccionando, volviéndonos violentos… o hacernos más niños en nuestra debilidad¡Qué difícil contestar al odio con amor, responder a la agresión con una sonrisa, perdonar siempre que nos ofenden, callar cuando nos insultan! Estamos tan expuestos en esta vida, somos tan frágiles y vulnerables…
Estamos expuestos al juicio de los hombres y a su condena. Hoy pueden saber tantas cosas sobre nosotros... Hoy lo pueden saber todo. O tal vez sólo una parte de mi verdad y hablar mal de mí, difamarme, escribir mal de mi vida.
Decía estos días el Papa Francisco: “La prensa debe decir todo, pero sin caer en los tres pecados más comunes: la desinformación, es decir, decir sólo a medias la verdad y no el resto; la calumnia, cuando la prensa ensucia a las personas. Y la difamación, que es decir cosas que quitan la fama a una persona”.
Pueden agredirnos y nosotros corremos el riesgo de acabar contestando, reaccionando, volviéndonos violentos, guardando rencor y odio.
¿Es tan fuerte el dique del amor que logra detener las aguas del odio? Muchas veces nos romperán nuestras seguridades y nos sentiremos abandonados, solos, rechazados. Podemos llenarnos de odio y rencor. O podemos hacernos más niños en nuestra debilidad.
Decía el Padre José Kentenich: “Dios permite nuestro desamparo, más aún, Él quiere que nosotros experimentemos muchas veces un total desamparo para que hallemos cobijamiento en un plano superior: el amparo filial en Él”[1].
Subimos más alto. En lugar de poner nuestro sustento, nuestro pilar central en los demás, en los hombres, en sus opiniones, buscamos a Dios. Y aceptamos nuestros límites y debilidades hasta el extremo de experimentar el rechazo y el juicio sin llenarnos de odio: “Como hombre maduro me haré cargo de todas las debilidades que experimente en mí. Con humildad y gratitud aceptaré que las personas que hasta ayer casi me adoraron, hoy me vuelvan más y más la espalda al irme conociendo mejor”[2].
¡Qué difícil la soledad y el rechazo! ¡Qué duro cuando nos juzgan y condenan y estamos en boca de todos! ¡Cuánto nos cuesta que juzguen nuestros actos sin conocer nuestras intenciones!
Entonces perdemos la paz. Nos llenamos de angustias y miedos. La tristeza domina entonces nuestras emociones. Si no busco más hondo. Si no se llenan los valles de mi tristeza. Si no cavo buscando a Dios. Si no soy capaz de abajar los montes.
Es difícil encontrar paz en una superficie que cambia continuamente, en las aguas de un río revuelto.
Una persona rezaba: “Me gustaría ver que me salvas, que me sacas de mi fragilidad, de mi hondura. Te pido que allanes lo que en mí es escabroso. Que rellenes los vacíos de mi alma, que endereces lo que está torcido, que suavices mis asperezas. A veces creo que gritas en el desierto de mi alma y no te oigo. Quiero que me trabajes como trabajas la tierra. Regando lo seco, quitando las malas hierbas. Hay tanto por enderezar y cuidar. Oigo tu voz en mi desierto. Oigo tu voz pero no te hago caso. Endereza lo torcido, allana mis montes. Lléname donde no estás con tu presencia. Me encuentro rígido, duro. Reblandece lo duro. Moldéame”.
Me gustaría dejarme modelar por Dios. Ser blando en sus manos y que su voluntad se hiciera roca en mi barro blando.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios