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Cuando mi obsesión con el trabajo casi acaba con mi matrimonio

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Orfa Astorga - publicado el 08/12/15

Cada vez más muchas mujeres optan por hacer un paréntesis en su vida laboral para ser amas de casa

El pasado 10 de noviembre, la esposa de Bill Gates difundía los resultados del informe McKinsey: si se pagara un sueldo a las amas de casa, se llegaría a 10.000 millones de dólares, casi el PIB de China. Si las mujeres que cuidan del hogar fueran una nación, ese país sería la cuarta economía más poderosa del mundo.

Mi esposo y yo comenzamos nuestra vida matrimonial siendo muy felices en nuestros respectivos papeles. Él, aunque con modestos ingresos, era el heroico proveedor de lo necesario, mientras que yo, con igual ilusión, era la encargada de cuidado y del calor del hogar. Confiábamos en un futuro cuyas posibilidades preveíamos con el optimismo de sabernos muy unidos. Gradualmente hacíamos felices descubrimientos de nuestra complementariedad por nuestras respectivas capacidades, habilidades y peculiaridades, algunas innatas y otras adquiridas, que convertíamos en amoroso don para mejora del proyecto en común. Nuestros hábitos de comportarnos, de funcionar como pareja marchaban armonizando nuestras cualidades. Así, nos parecía de lo más normal distribuir funciones y compartir la autoridad en el terreno en el que más éramos naturalmente capaces.

Como ambos éramos universitarios, un día le pedí la oportunidad de ejercer mi profesión solo de medio tiempo para no afectar el cuidado de la familia pues ya contábamos con dos pequeños. No fue así, pues poco a poco me dedique de tiempo completo al trabajo fuera del hogar con gran empeño, y con el tiempo fui más “afortunada” pues mis ingresos superaron los de mi esposo.

Nuestro nivel de vida material de pronto ya no me satisfacía y empecé a tomar decisiones imponiéndome a mi esposo. La modesta cocineta que con tanto afán e ilusión me sorprendió un día, la cambie sin consultarlo por una de “más nivel”, lo mismo paso con la sala que en su momento fue su más esplendida sorpresa, igual  lo presioné en la aceptación de créditos para modificar la casa, y cambiar el coche, entre otras cosas que realmente no eran necesarias. Mi esposo me hacía ver su inconformidad, lo que yo pasaba por alto.

Cambió nuestra forma de trato, nuestro comportamiento afectivo y con ello toda nuestra forma de vivir el matrimonio. Con noble intención me pidió dejara de trabajar pues en nuestro caso no era estrictamente necesario. Exprese mi desacuerdo y en lugar de ayudar a una adaptación en un cambio de circunstancias, mi reacción fue defender mis postura al comparar la importancia de nuestros roles profesionales en cuanto a ingresos, señalándolo como progreso, enviando a un plano inferior los roles con que habíamos iniciado nuestro matrimonio.

Mi esposo adopto una actitud distante reflejo de un rechazo a este “progreso”. Así pasamos de una relación de armonía en donde se conjuntaban nuestras cualidades, a una tensa relación de búsqueda de un equilibrio de liderazgo familiar mal entendido, que poco a poco nos llevó al borde de la ruptura. Nuestra casa tenía más cosas materiales, pero dejó de ser un lugar de encuentro en una comunidad de vida y amor.

Lo amaba pero no me daba el tiempo para comprenderlo, pues la presión incesante de mi trabajo me lo impedía, y… debo admitirlo, más que nada la refinada soberbia que nos incapacita para reencontrar el amor en nuestro interior, desprendiéndonos de todo lo que estorba. Esa soberbia de la vida por la que solo medimos el valor de lo que vemos y tocamos.

Me di cuenta de que el divorcio es una triste realidad que acaba con algunos matrimonios, ante la incapacidad de hacer compatible el ejercicio exitoso de una profesión y la entrega plena y total que exige la naturaleza del matrimonio. Tal incompatibilidad puede ser resuelta, pero requiere de una madurez que nosotros aun no alcanzábamos.

Comprendí entonces que había entrado a un callejón en donde la única salida para salvar mi matrimonio era volver a la vida familiar, antes de que el amor se muriera en nuestras manos. Regresar al punto donde tome el camino equivocado y volver a empezar corrigiendo el rumbo, para descubrir que juntos valemos más, porque aunque dos personas lleven pocos años de matrimonio, es tanta la intimidad compartida entre ambos, que de hecho, resulta inconcebible la vida de cada uno de ellos, aisladamente considerada.

Consensamos y decidimos que debía renunciar a ese trabajo exitoso y absorbente, para en un futuro, encontrar una opción que me permitiera realmente atender tanto el proyecto familiar como el profesional, siendo siempre más importante el primero. Nos apegaríamos solo ingreso de mi esposo que ya progresaba poco a poco, que en sí, era suficiente, para rescatar las alegrías esenciales del matrimonio. En esa renuncia, vi con nuevas luces la importancia del muchas veces incomprendido e infravalorado papel de ama de casa, de esposa y madre que se conjuga con el amor del esposo, para con atenciones imposibles de medir en términos de productividad o de dinero,hacer posible que a través del amor, cada uno de sus miembros llegue ser la persona que esta llamada ser.

En el matrimonio, la autoridad compartida suma, une, multiplica, porque esta ordenada a la cooperación y no a la competencia. La cooperación, por su propia naturaleza exige siempre la ayuda y la complementariedad. La autoridad en la familia es un servicio de amor.

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