“Podemos olvidar fácilmente a aquellos con los que nos hemos reído, pero nunca podremos olvidar a aquellos con los que hemos llorado”El otro día pude ver una película de dibujos: Del revés. En ella se habla de las emociones y del control que tienen sobre nuestra vida. La alegría, la tristeza, la ira, el asco, el miedo. Emociones que nos hacen reaccionar de diferentes maneras ante la vida.
La alegría es esa emoción del alma que nos hace sonreír y mirar la vida con optimismo. Pensando en positivo. La alegría construye pilares importantes de nuestra personalidad. Sobre ella se asienta nuestra experiencia de familia, de amistad, de éxito. Con la alegría construimos la solidez del alma.
Pero hay otras emociones que también influyen en nuestro ánimo. A veces nos gustaría que la alegría fuera la que determinara siempre nuestra forma de actuar. La que marcara los ritmos y nos permitiera superar todas las contrariedades de la vida, todos los contratiempos.
Pero no es tan sencillo. Nos bloqueamos en el dolor cuando perdemos el rumbo, cuando no controlamos la situación, cuando nos sentimos tristes. En esos momentos otras emociones se hacen dueñas del timón de nuestra vida.
El miedo no nos deja emprender ciertas aventuras porque no quiere que lo perdamos todo. La ira saca la rabia del corazón cuando nos enfrentamos con algo doloroso o difícil y necesitamos expresar la frustración.
El asco nos hace despreciar ciertos caminos por encontrarlos poco apetecibles o a ciertas personas por no congeniar con ellas. Y la tristeza puede llevarnos a mirar la vida con ojos demasiado depresivos.
Tal vez hay más emociones. No pretende la película hacer un examen sicológico del ser humano en profundidad. Simplemente muestra de forma sencilla algunas notas interesantes.
La tristeza, que nos parece que todo lo enturbia y afea, es muy importante en nuestra vida. La tristeza nos ayuda a conectar con el que sufre, con el que necesita ánimo en medio de su dolor.
Dice Khalil Gibran: “Podemos olvidar fácilmente a aquellos con los que nos hemos reído, pero nunca podremos olvidar a aquellos con los que hemos llorado”.
Aquel que lo ve todo negro no necesita mi alegría, mi mirada demasiado positiva. Se aleja de mi ánimo victorioso. Porque se encuentra demasiado lejos y lo ve todo mal. Puede que le duela mi perfección, mi sensación de vivir tranquilo.
El que más sufre necesita que lo comprenda, que sufra y llore con él, a su lado, en silencio. No precisa que le diga que no pasa nada, que todo está bien, que el tiempo pasa rápido, que Dios nos sana siempre en la enfermedad, que el tiempo lo cura todo, que los milagros ocurren.
Esas frases tan conocidas no convencen a nadie, no apagan la pena, no acaban con el dolor que nos desgarra por dentro.
El que sufre no quiere mi mirada satisfecha y tranquila. No quiere una palmada en la espalda ni una sonrisa que pretenda sacar su sonrisa.
Al contrario, quiere que el que está cerca y que llore con él. Sin poner trapos calientes, sin simular que todo pasará rápido.
Quiere que me detenga y sufra a su lado. Que me calle, que no diga nada, que no recurra a respuestas fáciles. Que no quiera tranquilizar su ánimo con frases hechas, recurriendo a lugares comunes.
Quiere que me calle y permanezca a su lado, o le deje solo el tiempo necesario. Tal vez prefiere que me ponga triste con él, que no sonría.
Me gusta pensar en esa tristeza que sabe sacar del fondo de las lágrimas una sonrisa y encuentra en la mirada triste una chispa de esperanza. Me gusta esa tristeza que es realista, que se sobrepone a los momentos más difíciles y sabe soñar con lugares bellos.
La tristeza no es mala, salvo cuando cierra todas las puertas a la esperanza y apaga todos los rayos de luz que pretenden despertar la vida. Dios me pide que acoja la tristeza del que sufre.
El Papa Francisco nos dice a los sacerdotes: “Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parecer comido por la gente: ‘Tomen, coman’. Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel. Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios. Y siempre cansa”.
Es la mirada de la misericordia. El corazón misericordioso sufre con el que sufre, llora con el que llora. Se lamenta y grita con la voz del que grita. Se abaja, como Jesús en Belén. No mira desde lejos, no habla desde la cumbre.
Entra en la vida del hombre. Se hace como él. Es lo que Dios hace cuando nace para sufrir a nuestro lado. Con el corazón roto. Ese corazón abierto en la cruz, roto por amor. Esas lágrimas derramadas por nuestro dolor.
¿Cómo lo hago yo con el que sufre? ¿Cómo me acerco al que está sumido en su tristeza y no logra llenar el vacío de su valle?