“Quema en mí lo que es impuro, el ramaje seco, dame la hondura que necesito…”Los árboles inmensos me impresionan. Dicen que los árboles tienen tanta madera elevada al cielo, como madera oculta desde el tronco y las raíces hasta lo más hondo de la tierra. Me sorprende el dato. Lo que se ve y lo que no vemos, es lo mismo.
Tan alto es y tan profundo. Llega a las nubes, se hunde en la tierra. Si no fuera así caería al ser tocado por el viento. Y perdería estabilidad con la primera ráfaga, con las primeras aguas.
Por eso, igual que los árboles, lo que ven de mí por fuera tendría que ser igual a lo que no ven de mí por dentro. Me siento lejos. Soy más alto que profundo, más visible que invisible.
A veces parezco alto, sólo aparento. Pero apenas soy profundo. Pocas raíces. Poca hondura. Tal vez porque la apariencia es más fuerte que lo que soy en realidad, hasta muy dentro.
Y tal vez mi ramaje, aparentemente verde y lleno de hojas, no se corresponda con raíces profundas que busquen fuentes eternas que mantengan el frescor de mi esperanza. No lo sé. Lo que los demás ven, lo que yo soy y veo. Lo que ve Dios al mirarme por dentro.
Cavando hondo en el alma me encuentro con mi misterio. Mis raíces, o son profundas, o me seco.
Una persona rezaba: “A lo mejor yo no soy un árbol sano. A lo mejor no doy buen fruto. De vez en cuando me da miedo, Jesús. Y sé que el fruto es tuyo. Pero a veces pienso que es mío. Mis éxitos, mis logros. Sin tenerte en cuenta a ti. Quiero confiar en lo que Tú logras con tu mano. Quiero ser más niño. Sólo quiero estar contigo, ser tuyo. Sé que me falta la pureza de los niños. Quiero recuperar su inocencia. Dame la paz del alma. Quema en mí lo que es impuro. El ramaje seco. Dame la hondura que necesito”.
Me da miedo que el árbol de mi alma no tenga estabilidad en la base, no tenga profundidad. Me da miedo que mis raíces no rocen el agua de los pozos más hondos. Y busquen saciar su sed en charcos que pronto secan. Y temo que, si sopla el viento o corren las aguas, acabe todo sin que me dé yo cuenta.
Puede ser que la altura no equivalga a la hondura. Y me quede corto. Todo puede ser porque vivo disperso, desparramado en el mundo, sin raíces.
Dicen que los pozos se comunican por dentro. Cuando hay hondura, creo, las almas se comprenden mejor que cuando nadan en la superficialidad de esta vida. Se miran y se entienden, sin mediar palabras, comparten la misma agua.
En la oración las almas se reconocen siempre. Rezan igual, o no rezan. En lo más hondo del misterio de ese amor que se hace silencio, abrazo y espera. En el amor entregado a Dios de rodillas, mirando hondo en el alma, mirando a Dios en mi alma.
Allí, en el agua más pura que tengo, porque no es mi agua, porque es de Dios, veo con claridad lo que no poseo, y el anhelo de lo eterno es más verdadero y auténtico.
Pero a veces siento que el peso del mundo es muy fuerte. Esas redes sociales que tejen vínculos, distintos a los que tejen las aguas de los pozos. Porque van por la superficie, son apenas charcos, riachuelos. Pero me sacan de mis raíces hondas.
A lo mejor busco más lo que se ve que lo que hay en lo profundo. Y me contento con un amor superficial que nada calma. Me quedo más en lo que aparento que en lo que tengo y poseo. En la apariencia, más que en lo real, en lo que soy y siento.