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Sé dependiente de Dios

Woman praying in Catholic church © Andrey_Kuzmin / Shutterstock – es

<a href="http://www.shutterstock.com/pic.mhtml?id=111374129&amp;src=id" target="_blank" />Woman praying in Catholic church</a> © Andrey_Kuzmin / Shutterstock

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/11/15

Vivo apagando mil incendios sin encontrar mi hogar en Él

A veces, en nuestra relación con Dios, tendemos a ser independientes. Tomamos sin Él las decisiones. Actuamos movidos por el deseo de ser autónomos sin mirarlo a Él cada vez que surgen las dudas.

Si nos va bien no lo necesitamos. Podemos vivir muy bien sin Él. Como si Dios no nos hiciera falta, como si no existiera. Le hacemos a Dios grandes promesas sobre el papel, conmovidos, emocionados y luego vivimos como si no tuviera nada que ver con nuestra vida.

Tal vez nos vendría bien aprender a ser más dependientes de Él. Nos vendría bien hacernos pequeños, hacernos necesitados, hacernos niños.

El reino de Dios es el reino de los niños. De los que confían, de los que tienen una mirada y un corazón entregado. De los niños pobres que se saben en las manos de Dios. De los niños que saben cuánto valen, porque se conocen y Dios les ha hecho ver su belleza.

Pero a veces hemos acentuado demasiado nuestra miseria, hemos destacado que no valemos para nada.

Decía el padre José Kentenich: Si queremos ser como los niños tenemos que tomar conciencia del alto valor de nuestra persona. No se dejen masificar. Hemos hecho las cosas al revés, hablamos siempre de la bondad de Dios y de vez en cuando de la miseria del hombre. Sin embargo, el hombre de hoy necesita decirse con mayor decisión y claridad: -Reconoce, hombre, tu dignidad. El niño debe experimentar que está rodeado de amor, debe sentir la fe en la medida de lo posible. Hoy necesitamos la conciencia de un elevado valor personal. Verán cómo esa conciencia despertará en ustedes el respeto por ustedes mismos y a la vez un profundo amor filial”[1].

En el reino de Jesús nos sentimos amados por lo que valemos. Somos importantes. Somos hijos de un Rey. Tenemos un tesoro que llevamos en vasijas de barro. Dios nos quiere mucho y nos recuerda cuánto valemos.

Alabamos a Dios al darnos cuenta de esta verdad: Él hace maravillas con nuestra vida. Quisiera aprender a ser más niño necesitado de su misericordia. Me haría bien pensar que su casa es mi casa, su reino mi reino. Darle el poder sobre mi vida y no pretender yo tener un poder absoluto sobre todo lo que hago.

Me gustaría buscarle más y esperar más de Él. Que Él fuera mi Rey y yo su hijo. Soy hijo de reyes. Y eso lo olvido. La dependencia con Dios es algo sano. Me hago dependiente y crezco. Me hago niño y soy más. Cuanto más independiente de Dios quiero ser, más me alejo de su amor.

Si me hago dependiente, niño necesitado, pobre, Dios se vuelca sobre mí. Pero para poder experimentar su amor no puedo perder su paso. Tengo que estar cerca suyo, caminar a su lado.

Escribía Santa Teresa de Jesús: “Sentirlo cerca, traer su compañía. Gozar de su presencia. La debilidad del hombre necesita encontrar siempre en Cristo un eco de sus sentimientos, un amparo en sus miserias. Porque le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos. Y es compañía”.

Una amistad con Jesús que es compañía, que me hace dependiente. La dependencia me une a Él para siempre, mientras que la independencia me aleja de Él. Me deshumaniza. Me hace egoísta y esquivo. Me hace vivir pensando en mis cosas, en lo que necesito, en lo que quiero. En mis planes, en mi salud, en mi felicidad.

Jesús vino a establecer un reino de amor, de misericordia. Un reino de hombres dependientes de Dios. Un reino en el que el amor por el otro esté en el primer plano.

Para eso tengo que descentrarme y dejar de mirar mi ombligo, mis necesidades, lo que me hace falta, lo que me preocupa. Debería dejar de pensar tanto en mí y pensar más en los demás. Dejar de buscar que me quieran, que me reconozcan y empezar yo a querer más y a reconocer más el valor de los otros. Debería ponerme en un segundo plano y no buscar ser yo el que esté en el centro.

Para eso tengo que tener un nido, un hogar seguro en el corazón de Dios. Para no vivir mendigando gotas de cariño. Por eso, cuanto más dependiente soy de Dios, más niño me hago en sus brazos.

Dios me quiere dependiente y necesitado. Dios me quiere débil cuando soy capaz de reconocer mi pobreza y entregársela. Como esos niños que confían y dejan el timón en las manos de Dios. Como esos niños que no temen porque los brazos de su padre son poderosos y firmes.

Me gustaría abandonarme más en las manos de Dios. Me gustaría tener un alma fácil que se dejara llevar por Dios como una hoja llevada por el viento. Parece tan sencillo. Pero, ¡cuánto cuesta seguir las insinuaciones de Dios!

A veces soy tan fácil que la vida me arrastra y busco sólo mi comodidad. Pienso en mí, no pienso en nadie más. Jesús necesita que mi alma sea fácil, dócil, sencilla.

Pero yo a veces no me siento fácil, creo que soy más bien difícil y me cuesta aceptar su camino, sus deseos, su voluntad. Hago mi vida fuera de su reino. Me pongo rígido y duro. Me desentiendo de su amor que me busca por los caminos. Me desparramo sobre el mundo.

Me gusta esa imagen, vivo descentrado, desparramado en mil cosas, apagando mil incendios. Sin hogar en Él, sin encontrar que sólo si vivo en Él puedo construir su reino. Desparramado en las cosas y en las personas. Sin contención. Sin descanso.

[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

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