El amor verdadero nunca deja víctimasEstos días hemos vivido el miedo y la angustia con los ataques terroristas en París. Nos hemos conmovido y hemos sufrido ante la impotencia. ¡Tanto dolor! ¡Tanta crueldad! ¡Tanto odio! El corazón se rebela ante la injusticia.
No nos gusta el odio de la guerra. No queremos vivir en el miedo de un ataque terrorista. El miedo a perder la vida en cualquier momento. Nos duele el terror sembrado en el nombre de Dios.
A veces podemos usar su nombre en vano para sembrar el odio y la violencia. Decimos que es por Dios, pero es por nuestro egoísmo, por nuestra maldad. En nombre de Dios no se puede matar a nadie, no se puede odiar. Es imposible porque Dios es amor.
Decía Lombardi, portavoz del Vaticano, a raíz de los atentados: “¡Atención! A esos asesinos, poseídos por un odio descabellado, se los llama terroristas precisamente porque quieren sembrar el terror. Si nos dejamos atemorizar ya habrán conseguido su primer objetivo. Hay que resistir con valentía a la tentación del miedo. Por supuesto, tenemos que ser prudentes y no ser irresponsables, tomar precauciones razonables. Pero tenemos que seguir viviendo y construyendo la paz y la confianza recíproca”.
Pienso en ese reino de la paz que vino a instaurar Jesús desde la cruz. Un reino donde hay confianza y seguridad, porque Dios reina. Pienso en todo el amor que sembró con su vida. No hubo víctimas a su paso. El amor verdadero nunca deja víctimas. El amor auténtico, generoso y hondo construye otro tipo de hogares, otro tipo de familias.
Jesús sembró un fuego apasionado en los que lo amaban. Un fuego que rompe las cadenas y libera. Un fuego que hace soñar con un amor eterno. En su reino uno no se pone en el centro. Pone en el centro al otro, pone en el centro a Dios. El amor verdadero crea dependencias sanas.
El amor que enaltece y dignifica es el amor de Dios. Así es como queremos que sea el nuestro. El odio sí que hiere.
Me conmueve Jesús cuando me pide que no resista al mal (Mt 5,39). Me pide que ponga la otra mejilla y dé mi otra capa. ¿Cómo puedo hacer eso cuando tantas veces el corazón quiere vengarse? Mi tentación es resistir el mal. Expulsarlo de mi vida. Echar al que hace el mal. Al que odia y hiere pagarle con la misma moneda. Al que deja víctimas a su paso hacerle a él víctima.
Mi tendencia es no querer soportar al que está lleno de odio. Y alejarlo de mi presencia, negarme a acogerlo en mi corazón. Yo me resisto al mal. Es el instinto más verdadero que mueve mi corazón. No soporto el mal, me hace daño, me hace perder la inocencia, me hace mirar la vida sin la pureza de Cristo. Me resisto. No lo quiero.
Y Jesús me pide que no me resista. Me pide que no odie, que no quiera vengarme. Me pide que no quiera hacer justicia por mi cuenta. Que no siga la ley del ojo por ojo y diente por diente. Jesús me pide que sea manso y pacífico. Que siembre amor donde haya odio. Que ame a mis enemigos, a aquellos que me odian. Y dé esperanza en medio de la muerte.
Que mi reino, el reino de Dios que hay en mi corazón, el reino que siembro, sea el reino de la vida, del amor, del respeto. Un reino en el que haya esperanza. Porque la esperanza es lo último que me pueden quitar como cristiano. La llevo grabada en el alma para siempre, a sangre y fuego.
Nadie puede llevarme a odiar sin que yo quiera. Nadie puede lograr que siembre odio con mis manos si yo no quiero. El amor es más fuerte, mucho más fuerte que el odio.
En nombre de Cristo construimos un reino diferente. En su nombre, con sus manos. En nombre de Cristo, que reina, sembramos la paz, luchamos por la verdad. Porque Él es la verdad. En su nombre construyo su reino de paz.