O cómo un vehículo policial se convierte en un objeto casi mágico, una invitación a la aventura
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El suave travelling lateral que, tras un encadenado de planos de situación, sigue a los jovencísimos protagonistas de Coche policial durante los primeros compases del metraje, no es solamente un (primer) guiño a las formas del western. También le sirve a su director, Jon Watts, para presentar a los personajes, tanto a través de unos diálogos llenos de inocencia como mediante un gesto aparentemente anecdótico que, en realidad, los define con un solo trazo: la forma en la que atraviesan una valla de alambre de espino.
Sin embargo, lo más importante es que ese movimiento de cámara está alejándonos de nuestra propia realidad, rompiendo con aquello que consideramos cotidiano y sumergiéndonos en un universo particular, con sus propias reglas y su naturaleza propia. Un mundo casi de fábula, de ahí que los adultos estén prácticamente fuera de la ecuación con la excepción del lobo feroz que aborda Kevin Bacon, y en el que, al mismo tiempo, no hay cazadores ni magos ni príncipes para salvar a sus protagonistas.
Como afirmaba el psicólogo Bruno Bettelheim, en los cuentos de hadas clásicos, los héroes han de ser capaces de enfrentarse al dolor y a la pérdida para, a través del aprendizaje vital, alzarse finalmente con la victoria. Y a eso es a lo que están obligados tanto Travis (James Freedson-Jackson) como Harrison (Hays Wellford): a madurar a golpes, por pura necesidad de supervivencia. Los entornos desérticos en los que se mueven no son, pues, una simple característica geográfica: son prácticamente un estado de ánimo, la definición visual de la absoluta indefensión de sus jovencísimos personajes principales.
En el primer largometraje de Watts, la terrorífica Clown, la (temprana) entrada en plano del misterioso baúl en el que su protagonista, Kent (Andy Powers), descubría un polvoriento disfraz de payaso, introducía un elemento extraño, de raíz fantástica, que condicionaba la aparente naturalidad de sus secuencias iniciales.
Algo similar a lo que ocurre en Coche policial, quizás en un sentido menos inquietante, pero igualmente cargado de una cierta magia, cuando Travis y Harrison se topan, por primera vez, con el vehículo que da nombre al largometraje. De ahí que Watts lo haga aparecer detrás de una colina, encadenando un travelling y una grúa, y dotándolo así, con ese gesto narrativo, de una innegable capacidad de sugestión.
Tanto la habilidad del director como la gestualidad de sus jóvenes actores, que transmiten con eficacia tanto la excitación como la fascinación que viven sus personajes frente al descubrimiento, son capaces de transformar algo tan vulgar como un vehículo policial en un objeto casi mágico, un elemento mitológico que representa, figuradamente, una invitación a la aventura. Conducirlo es, para ambos, un paso más hacia esa sensación de libertad, de anarquía vital, que ambos buscan lejos de sus respectivos hogares –sin que, en ningún momento, ni Watts ni su coguionista, Christopher Ford, nos pretendan dar explicaciones al respecto–.
Pero Coche policial también puede leerse como la crónica de la degradación, de la caída al abismo de la perversidad, del personaje de Bacon, el sheriff Kretzer. De nuevo, el director obliga al espectador a leer entre líneas, a deducir qué es lo que ha pasado a través de las pistas que va sembrando a lo largo del metraje, pero a grandes rasgos dibuja a un hombre desesperado –el director acostumbra a filmarlo a través de las ventanas y de las puertas abiertas de su coche, encerrándole siempre dentro del encuadre para transmitir una cierta sensación de asfixia, de desazón casi inconsciente– que, sin embargo, además de tener un (desviado) código de honor, se permite tener inesperados gestos de humanidad.
Es inevitable pensar, de nuevo, en Clown, y la cronenbergiana transformación de su protagonista en un demonio devorador de niños. De alguna manera, también Kretzer va deshumanizándose, va perdiendo el contacto con la realidad hasta que, en su caso de forma metafórica, acaba convirtiéndose en un monstruo, en ese lobo feroz al que aludía unas líneas más arriba.
Y sin embargo, con un ojo puesto en el cine de Alfred Hitchcock, Watts y Ford logran que nos preocupemos por él, que suframos cuando las cosas le salen mal –como cuando se pelea con uno de los cordones de sus zapatos para robar un coche– y, sobre todo, que nos pongamos de su lado en el tiroteo climático, más que evidente guiño al spaghetti western en el que explota, en apenas unos minutos, toda la violencia contenida en el resto del metraje.