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¿Cuál es tu grado de dependencia?

padre e hijo

© qazyamyam0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/11/15

"Perdona por no llegar a las alturas, por no ser más niño y pobre..."

Con el tiempo me he ido haciendo un experto en la llamada ley de dependencia. En ella se estudia hasta qué punto una persona por su edad o por la enfermedad es dependiente y necesita ayuda del Estado para poder vivir en su hogar. Hay grados que evalúan la necesidad de ayuda.

¡Qué importante poder saber la ayuda que precisamos! ¡Qué difícil es a veces saberlo! ¿Cuál es nuestro grado de dependencia? Pensaba que cuando nacemos y somos niños somos muy dependientes. No podemos vivir sin nuestros padres. No salimos adelante solos.

Con el tiempo, con el paso de los años o a causa de la enfermedad, nos hacemos más dependientes, nos hacemos como los niños. Y dependemos entonces de nuestros hijos o familiares.

El resto de nuestra vida, los años que están en medio, cuando somos jóvenes, o no tan jóvenes, pero nos sentimos fuertes para luchar por la vida, aspiramos a ser independientes. No nos gusta ser necesitados. No queremos pedir ayuda a nadie, en nada.

A veces la enfermedad nos confronta con nuestros límites. Entonces perdemos nuestra autonomía. Como me decía una persona hace unos días: “No quiero preocupar a los que quiero. No quiero que sufran por mí”. Si somos independientes no molestamos, no necesita nadie compadecerse de nuestra situación.

Otra persona me decía: “Mi enfermedad ha sido una bendición. Me he vuelto más dependiente de los hombres y de Dios. Mi vida está en sus manos”.

Cuando la enfermedad nos hace dependientes, se abre un camino nuevo en nuestra vida. Un camino que, bien vivido, nos acerca más a Dios. La enfermedad, la crisis económica, la soledad, abren nuevas vías de crecimiento.

Muchas veces agradecemos a Dios por las cosas buenas. Por la vida, por la salud, por los logros. Pero, ¡cuánto nos cuesta agradecerle por las cruces y barreras que encontramos en nuestro caminar!

Esos momentos en los que no tuvimos el poder, el dominio sobre la situación que nos tocaba vivir. Entonces nos cuesta ser agradecidos por todo lo que vivimos. No es fácil alabarlo por nuestras heridas y dolores. Pero es necesario. Aceptar que otros tengan compasión de mí, me miren con ternura, se conmuevan y quieran ayudarme. Alabar a Dios como Señor de nuestra historia y agradecer.

La dependencia nos suele parecer intolerable. Y todo es porque no somos niños. Nos hace falta ser más niños y darnos cuenta de todo lo que nos regala Dios también en medio de las dificultades.

Una persona rezaba: “Querido Jesús, tengo miedo. No quiero perder lo que amo. Dejar de poseer lo que poseo. Jesús, me gustaría ser pobre de espíritu, ser niño confiado. Pero quiero tenerlo todo asegurado y no avanzo. No confío. No me suelto. No me entrego. Perdón porque no te veo en todo lo que me pasa. Especialmente cuando sufro. Perdona por no llegar a las alturas. Por no ser más niño y pobre. Perdona por no ser luz en medio de la noche. Perdona por no saber amar bien, como querría. Por no lograr alzarme por encima de la tierra. Quiero pedirte el descanso, la paz, la vida que anhelo.

Quisiera rezar yo también así. ¡Qué importante ponerle nombre a mis heridas y dolores y agradecer por ellas y alabar a Dios por ellas!

A veces las heridas me paralizan. No se me abren caminos nuevos en el dolor, al menos no los veo. No descubro que una enfermedad pueda ser un trampolín al cielo. ¿Por qué lo permite Dios? ¿Dónde está su reino de paz en el que todos descansaremos en sus brazos?

Dios no desea mi dolor, no quiere que me hieran, no desea que sufra. Me lo quito de la cabeza. No es un Dios cruel que vive educándome a base de desgracias. Dios sí quiere que sea libre en medio del dolor que no controlo, a las puertas de ese camino que se me cierra cuando pensaba que era el que me iba a dar la felicidad plena.

Cuando se frustran mis planes y nada parece tener sentido. Él camina conmigo y me sostiene. Él es mi sentido, el único. Quiere que recupere mi dignidad de hijo. Las cruces, las enfermedades, también la vejez, son una oportunidad para que recupere el corazón de niño y agradezca con un corazón sincero.

Pero, ¡cuánto me asusta la dependencia, depender de otros, despertar compasión, preocupar, hacer sufrir!

El que ama siempre sufre. Tengo que aprender a asombrarme siempre por las maravillas que Dios va haciendo en mí. Alabarlo en mi historia única y sagrada. Reconocer su paso cada día por mi alma.

María me cuida siempre. Dios me sostiene siempre. ¿Por qué temo tanto no ser feliz y vivir una vida amargada? Dios me promete su reino. Dios me dice que estoy llamado a ser feliz, a descansar en su corazón de Padre.

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