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¿Dar y recibir amor no es suficiente para vivir?

pareja de ancianos en un parque

© Rachel Sarai

Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/11/15

Me da miedo una sociedad que mueve los árboles para que caigan sus hojas amarillas

Me gusta el otoño con sus hojas caídas. Los árboles se desnudan en variados colores. La naturaleza se repliega en un intento por volver a nacer. Las calles se tiñen de un manto lleno de matices.

La vida espera quieta, aguarda oculta, escondida. Duerme llena de esperanza en una vida que presiente. Muere para que más tarde pueda surgir una vida nueva. Así son los árboles, la naturaleza, la vida.

Las hojas caen delante de mis ojos y me conmueve ese suelo a mis pies cubierto de hojas muertas. Esas ramas tendidas a lo eterno, desnudas, casi sin vida. Parecen rendidas a la llegada del invierno.

La vida parece que desaparece súbitamente, sin darnos cuenta. Se oculta, se esconde. Lo eterno se vuelve caduco. Muere para volver a nacer. De las hojas muertas vuelve a surgir la vida. De esas hojas muertas que se transforman en alimento que trae nueva vida.

En medio de la noche, de los días cortos, me gustaría hacer lo que leía: “Tenemos que encender una gran luz: entonces las cosas negativas se superan y abandonan rápidamente. Si nos colocamos bajo el fulgor de esa gran luz, siempre puede extraerse todavía muchísimo de nosotros”[1].

Me gustaría encender siempre una luz en medio de la noche. Un árbol de hoja perenne en medio de la vida caduca. Hojas verdes que se niegan a dejar sus ramas. No todo es provisorio. Muchas cosas permanecen.

Vivimos una época de cosas provisorias. Decía el Papa Francisco: “El ser humano aspira a amar y ser amado, en modo definitivo. La cultura de lo provisional no aumenta nuestra libertad, sino que nos priva de nuestro verdadero destino, de las metas más verdaderas y auténticas. ¡No se dejen robar el deseo de construir en su vida cosas sólidas y grandes! ¡No se den por contentos con metas pequeñas! Aspiren a la felicidad, tengan la valentía, el coraje de salir de sí mismos y de jugarse en plenitud su futuro junto con Jesús”.

Las hojas caídas me hablan de lo provisorio, de lo temporal, de lo caduco. Y yo sueño con lo eterno. Me hablan de dejar irse a lo que ya no sirve, a lo que no cuenta.

Me tocó estar cerca estos días de una persona mayor. No andaba. Su cabeza no regía bien, estaba desorientada mirando el blanco de las paredes del hospital. Los médicos se preguntaban si era necesario invertir en ella. ¿Camina? No era útil, no servía.

La vejez va dejando hojas caídas por las aceras. Todavía con vida. Pero ya parecen inútiles. No sirven.

Me cuestioné sobre el sentido de la vida. ¿Merece la pena vivir así, sin más, sin ninguna utilidad? ¿O tenemos que vivir haciendo algo concreto? Si no servimos para algo, ¿no servimos para nada?

¿Dar amor y recibir amor no es suficiente para vivir? ¿No basta con sonreír en respuesta al cariño recibido?

Me da miedo una sociedad que mueve los árboles para que caigan sus hojas amarillas, las que van perdiendo la vida lentamente y se descuelgan frágiles de sus ramas. Me da miedo agitar las ramas para que caiga lo caduco, lo que no nos gusta, lo que nos incomoda, lo que exige tiempo y dinero.

Esa persona mayor me conmueve. No dice muchas cosas. Pero mira llena de luz. Y sonríe llena de vida. Sabe responder a preguntas sencillas y a veces se lanza a hablar de algo que yo no entiendo. No importa.

Está llena de cariño y sus ojos azules me hablan de un mar inmenso que yo no abarco. Tiene tanta vida dentro que parece eterna. Y un segundo a su lado, lo aseguro, vale toda una vida.

No es una hoja caduca, no muevo la rama para que caiga. Parece que no da nada, y lo da todo. Su sonrisa y su mirada tienen tanta vida que en ellas veo la luz en medio de la noche. Una luz que ilumina el sentido de la vida. Una luz que abre la puerta a la esperanza en medio de las pruebas.

Me gusta mirar a María cuando desconfío, cuando las cosas no resultan, cuando la vida parece no tener tanto sentido. En esos momentos en los que me abruman los problemas, y las prisas, y las hojas caducas que caen o tiemblan.

Sí, me gusta mirarla a Ella que camina buscando a Dios por los caminos. Me gusta verla alegre saludando a su prima Isabel con una promesa en su vientre. Me gusta mirarla arrodillada en el Calvario sujetando en sus brazos una carne llena de esperanza, con los ojos rotos.

Me gusta mirarla y que me mire y me diga que confíe, que no tema, porque la vida merece la pena. Porque Dios está conmigo y me abraza, y me conduce.

Que no tema cuando haya signos de desesperanza en mi vida, signos de noche. Que crea en los brotes verdes que surgen de la nada. Que espere, que crea, que luche. Ella me lo dice siempre. Se alió conmigo un día para construir un nuevo mundo. Un mundo de hojas perennes. O de hojas que se entierran para dar vida.

Y desde entonces no me deja, me sostiene. Me mira y me sonríe. Y yo sonrío. Y su abrazo firme me recuerda que estoy hecho para una vida más plena que la que vivo, una vida más honda, más verdadera.

Y quiero confiar como Ella en los planes que no entiendo, en los caminos extraños. Mi vida está en sus manos.

María nos conduce en el camino de la autoeducación: “María es nuestra guía. ¿A quién temeremos? Ella nos guiará y ayudará en la labor de explorar y conquistar nuestro mundo interior[2].

Y explica cómo el amor a María desarrollará “un subconsciente religioso extraordinariamente profundo y delicadamente abierto y despejado”.

María es Madre y educadora de nuestra esperanza. María educa mi corazón. Y me da esperanza en medio de las dudas que me turban. Me levanta aturdido por las preocupaciones y problemas.

Tantas veces busco soluciones. Quiero aprender a confiar sin haber resuelto todos los problemas de la vida. Mirar a María me lleva a confiar en su poder. Le entrego mi vida.

María no sólo es maravillosa, Reina, Inmaculada, Virgen, pura. María es principalmente Madre. Y no se desentiende de mi vida.

Juan se la llevó a su casa a partir de ese día en el Calvario. Se la llevó para cuidarla. Tuvo la suerte de tener a María a su lado a partir de entonces. ¡Qué suerte tuvo Juan! Gracias a su fidelidad al pie de la cruz estaba allí para llevarse con él a María. Estaba en el lugar y en el momento oportuno.

Yo también quiero ser fiel al pie de la cruz, para poderme llevar a María, para poder descansar en su regazo, para poder confiar con sus palabras tranquilas.

Quiero estar en ese momento oportuno. Porque a veces puedo ponerme dramático. Y sé que Ella va a calmar mi corazón. En mis exageraciones me centra. En mis desánimos me anima. En mi debilidad me fortalece.

No desprecia mis quejas, las acoge como Madre. Se conmueve ante mi debilidad asumida y reconocida. Se conmueve y me regala su amor lleno de misericordia. A su lado temo menos y espero mucho más.

[1] J. Kentenich, Pedagogía del ideal

[2] J. Kentenich, Noviembre 1912

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