No querer anticiparme al desenlace de la vida, no querer vivir en el pasado mañana, sólo hoy…A veces tengo una cierta nota dramática en mi alma. Y temo, y dejo de soñar. Y veo sólo lo peor, no confío.
Es verdad que cuando uno mira así las cosas, con dramatismo, si todo cambia de golpe en el último minuto, la alegría es inmensa. Pero, ¿para qué tanto sufrimiento por aquello que no hay llegado a suceder? ¿Para qué sufrir por cosas que nunca llegan a ocurrir?
Hay tiempos de desesperanza, de dolor, de angustia. Tiempos en los que parece que todo va a salir mal. Como si las desgracias nunca vinieran solas. En esos momentos dudamos, desconfiamos, tememos. No vemos el futuro, lo desconocemos.
A veces sufrimos por futuribles, por cosas que no han ocurrido. Nos asusta la vida y la espera se hace eterna. En esos momentos vemos todo peor de como es.
No tiene sentido sufrir por lo que no ha ocurrido, llorar por lo que no hemos perdido, lamentarnos por las desgracias que sólo forman parte de nuestra imaginación. ¿Cómo aprender a vivir la espera sin dramatismos? Es un arte. Es una gracia. No es tan sencillo.
Mirar el presente como un instante sagrado que Dios me regala para vivir. No querer anticiparme al desenlace de la vida. No querer vivir en el pasado mañana. Sólo hoy. Es ese instante que Dios me regala para amar, para decirle que sí, para dar un paso. Sólo uno. El primero, el último.
Un paso hacia delante. Con miedo tal vez. Temblando, no importa. Un paso firme. Un paso con el alma llena de sueños.
Decía el Papa Francisco en Cuba: “Un escritor latinoamericano decía que tenemos dos ojos. Uno de carne y otro de vidrio. Con el de carne vemos lo que miramos. Con el de vidrio vemos lo que soñamos. En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Un joven que no es capaz de soñar está clausurado en sí mismo, cerrado en sí mismo. Uno va a soñar cosas que nunca van a suceder. Pero suéñalas, deséalas, ábrete a cosas grandes. Sueña que el mundo contigo puede ser distinto. Sueña que si pones lo mejor de ti vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen. Y cuenten sus sueños. Hablen de las cosas grandes que desean”.
Queremos soñar con un mundo distinto, mejor, más humano, más de Dios. Lo hacemos como esos ciegos que confían en la voz de su pastor que les promete el cielo. Eso me alegra. Jesús no me deja.
No sabemos cómo es el cielo, no conocemos la luz de la eternidad que nos espera, esa esperanza prometida. No alcanzamos a vislumbrar, ni siquiera vagamente, lo que va a ser ese amor infinito que colmará por fin y para siempre nuestro anhelo infinito, nuestra sed insaciable.
Decía el P. Kentenich: “Si un ciego de nacimiento recobrase por milagro la vista, se diría: – Lo que yo me imaginaba no es nada en comparación con la gloria que veo ahora. Pues bien, ese es el estado del alma cuando es colmada por el don de la sabiduría: de pronto verá las cosas en una luz resplandeciente que otros difícilmente se imaginan; y se encenderá su entusiasmo y fervor, de modo que el alma querrá abrazar esas verdades y realidades, y estará dispuesta a vivir y morir por ellas”[1].
De repente ver lo que soñamos con más claridad nos parece imposible. Un ciego sólo se imagina cómo es la realidad que no logra ver, la realidad que sueña. Yo, aquí en la tierra, no veo nada, pero sueño. Soy un ciego esperando el cielo, deseando el cielo.
No vislumbro lo que no veo. Sólo intuyo cómo tiene que ser ese cielo que me espera tras esta vida. Porque tendrá que parecerse en algo a lo que vivo en la tierra. Tendrá que haber una coherencia entre ese amor mío tan limitado y el amor que me promete Dios. Una línea continua entre mi felicidad exigua y la felicidad plena que anhelo.
Por eso anhelo, sueño, deseo, algo inmenso, infinito, inabarcable. Un mar sin orillas, un cielo sin nubes. Mis ojos no lo ven. El corazón lo presiente. Me gustaría verme colmado de ese don de la sabiduría para paladear algo de lo que me espera en el futuro eterno. Allí donde los relojes no marcarán nunca más los tiempos. La esperanza en ese tiempo eterno y pleno me pone en movimiento. No me detengo. No quiero vivir aburrido, sino lleno de esperanza.
Comenta el Papa Francisco: “La oración no es aburrida, la eternidad tampoco. La oración que nos aburre está dentro de nosotros mismos como un pensamiento que va y viene; la oración en nombre de Jesús nos hace salir de nosotros mismos”.
La oración auténtica, el diálogo hondo con Dios, nos sumerge en el amor de Dios, en su sueño eterno. No es aburrido vivir, no es aburrido soñar con la eternidad.
La vida no es aburrida en el presente, ni en ese futuro eterno que anhelamos.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima