Si no somos lo que mostramos, podemos vivir una mentiraSólo delante de Dios no tenemos máscaras. Porque Dios nos ama en nuestra verdad, tal como somos. Ante Él no podemos ocultar lo que hay en el corazón, no logramos tapar nuestras flaquezas, fingir que somos mejores por dentro de lo que realmente somos.
En realidad, para Dios somos los mejores. Somos su pertenencia más preciada. Se asombra siempre. Nos admira cada día. Pero nos cuesta tocar esa admiración, ese amor incondicional. Por eso nos cuesta tanto mostrarnos como somos ante los hombres. Desnudos, vulnerables, heridos, rotos.
Pensaba en lo que Jesús les dice a los escribas: “Les encanta pasearse con amplio ropaje”. Nosotros también llevamos a menudo amplios ropajes. A veces me descubro detrás de mi máscara, de mi ropaje con el que me siento importante y protegido. Siento que pertenezco a un grupo, a un lugar, y eso me protege.
El otro día leía un pasaje de Gilbert Brenso: “Cada vez que me pongo una máscara para tapar mi realidad, fingiendo ser lo que no soy, lo hago para atraer a la gente. Uso la máscara para evitar que la gente vea mis debilidades; luego descubro que al no ver mi humanidad, los demás no me quieren por lo que soy, sino por la máscara. Me pongo una máscara, convencido de que es lo mejor que puedo hacer para ser amado. Luego descubro la triste paradoja: lo que más deseo lograr con mis máscaras, es precisamente lo que impido con ellas”.
Dentro de la máscara me siento seguro. Ahí escondido pienso que valgo más. Soy tomado en cuenta por lo que aparento, no por lo que soy, al menos es lo que creo. Detrás de mi ropaje me siento más fuerte.
A los sacerdotes nos puede pasar. Nos refugiamos en el ropaje de sacerdotes. Amplias vestiduras blancas. Tenemos un lugar, un espacio. Poseemos prestigio. Los ropajes son importantes, pero no nos definen. Nos dan identidad pero pueden hacernos esclavos. Nos sentimos seguros y no dejamos que los demás vean quiénes somos detrás de ellos.
Cuando nuestros gestos no se corresponden con lo que hay en el alma, cuando nuestros ropajes no tienen que ver con el alma, pierden todo su valor. Lo sabemos, “el hábito no hace al monje”. Ayuda, es verdad. El ropaje puede ayudar a sacar lo mejor que uno tiene. En esa seguridad nos podemos dar con más libertad.
A veces nuestra máscara, si tapa lo que de verdad somos, nos puede llegar a alejar de las personas a las que amamos. Si no somos lo que mostramos, podemos vivir una mentira. Nos querrán por lo que aparentamos, no por lo que somos de verdad.
Todos quisiéramos ser amados por lo que de verdad somos, no por lo que deberíamos ser. Amados por esa verdad confusa y llena de sombras y luces que cargamos en vasijas de barro. Por esa originalidad que Dios ha sembrado en el alma.
Pero nos da miedo presentarnos ante los demás con nuestra autenticidad como única carta de presentación, como único ropaje. Tememos el rechazo. Nos parece un pobre equipaje para ganarnos el afecto de los otros.
Nos vemos demasiado expuestos y desnudos, pobres. Nos dan vergüenza nuestras mentiras, nuestras debilidades. Nos parecen inaceptables. Los primeros que las rechazamos somos nosotros. Nos juzgamos de forma inflexible. ¿Cómo vamos a pensar en la aceptación de los demás cuando nosotros mismos no nos aceptamos?