Al atribuir dones específicos de un papa al pontificado nos preparamos para la desilusiónLa mayor parte de las personas piensa en el papa como en una celebridad. Muchos admiran al papa como admiran a los actores: aman lo que hace sin sentirse mínimamente vinculado con sus principios.
Muchos amaban así a Juan Pablo II, ignorando por ejemplo sus enseñanzas sobre los anticonceptivos o la ordenación femenina. Muchos aman al Papa Francisco pero escogen entre todas las cosas que dice las que les agradan más.
Las encuestas parecen sugerir que la mayor parte de los católicos se comporta así.
Un corolario del papa-celebridad es el papa-gruñón
Para las personas que tienen una visión ideológica del mundo, la celebridad del papa pierde su atractivo.
Muchos comentadores iluminados consideraban al papa Juan Pablo II un rebelde cautivador, que atraía el corazón de las masas amenazando al mismo tiempo el progreso liberal. Comentadores como Rush Limbaugh sienten lo mismo por el Papa Francisco, pensando que amenaza el progreso conservador.
Ambos son errores de personas que modelan su vida en base a algo más que nuestra fe cristiana.
Los católicos que ponen la fe en el centro de su vida deberían ayudar a corregirlos, pero a menudo no hacemos otra cosa que empeorar las cosas.
Algunos de nosotros hacemos del papa un superhéroe.
A veces los católicos ven al papa como una especie de encarnación del Espíritu Santo que escribe siempre derecho cuando las líneas parecen curvas. Todo lo que dice es lo correcto, todo lo que hace es lo correcto. Nuestra tarea es encontrar la manera para explicarlo, o para justificarlo.
Los últimos dos pontificados han impulsado sin querer este modo de pensar: san Juan Pablo el Grande era una figura de profundo intelecto y gran capacidad conservadora, el papa emérito Benedicto XVI, un teólogo genial.
Como subrayó Ross Douthat en su reciente lectura de Erasmo para First Things, algunos de nosotros de la “generación Juan Pablo II” comenzamos a citar al papa como si tuviera siempre razón.
Quedó claro desde su primera homilía que no podíamos hacer lo mismo con el Papa Francisco.
Recuerdo haberme quedado perplejo cuando la oí.
“Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo”, dijo.
Fui a la facultad teológica del Benedictine College y pregunté: “Esperen, ¿el romano pontífice acaba de decir que todos los cristianos adoramos al diablo?”.
La respuesta que recibí la oí en varias ocasiones los siguientes días: “No, no quería decir eso. Debes interpretar sus afirmaciones en base al contexto, y no puedes aplicarlas en todos lados”.
Para algunos de nosotros es más fácil hacerlo que para otros. Al atribuir dones particulares de Juan Pablo II y Benedicto XVI al pontificado mismo, nos habíamos preparado para una caída.
Oír observaciones extravagantes, incompletas o imprecisas por parte de un papa podría poner a prueba nuestra paciencia, pero en algunos (demasiados) sacude la fe.
El papa como señor supremo
Un derivado del papa superhéroe es el papa señor supremo. Este es el papa del anticatolicismo, el misterioso hombre negro apocalíptico que quiere la dominación del mundo a través del control del pensamiento.
A veces, sin embargo, a los católicos les gusta pensar en él también en este sentido.
“La interpretación auténtica de tal depósito de fe compete sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, y, es decir, al Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él”, afirma el Compendio del Catecismo.
El Papa es la piedra que Jesús dijo que sería la base de la defensa de la fe.
Su tarea, no obstante, no es imponer la verdad a los católicos (y, donde es posible, al resto del mundo), es un poder negativo, una protección del error.
La cuestión de los divorciados vueltos a casar sin una nulidad matrimonial es un ejemplo perfecto.
Considerando la cuestión desde un cierto punto de vista, el Papa Francisco estaba buscando cambiar la enseñanza de la Iglesia manipulando el proceso sinodal y (hasta ahora) ha fracasado.
Visto desde otro punto de vista, estaba haciendo surgir una cuestión fundamental malentendida en nuestra época, de manera tal que el sínodo la habría comprobado públicamente y habría aprendido a profesarla con más fuerza.
De cualquier manera, está actuando como papa, no como señor, y el carisma negativo del pontificado está trabajando, no como organización dominada por un hombre fuerte, sino como una Iglesia guiada por la gracia.
El papado es un oficio, no un hombre. La Iglesia no ha sido construida sobre los dones específicos de Simón, hijo de Jonás, fue construida sobre Pedro, la roca que Cristo creó, nombró y afirmó.
Pedro no era un empresario o un teólogo de renombre. El lema teológico de Pedro el teólogo es “negativo”: “Señor, ¿a quién iremos?”.
El papa no es el dueño de la Iglesia: Jesús lo es. Es en Él que ponemos nuestra confianza, y es en Él que confiamos.
Como dijo el Papa Francisco al finalizar el Sínodo, “la Iglesia es de Cristo –es su esposa– y todos los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber de custodiarla y servirla, no como dueños sino como servidores”. Amén.