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Algunas revoluciones destruyen, otras renuevan

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Rafael Luciani - publicado el 10/11/15

Todo depende de cómo actuemos ante el odio

Cuando los victimarios pasan a ser víctimas de su propio sistema cabe preguntarnos si es posible hablar de procesos sinceros de conversión y cambio, pues uno de los efectos de la polarización en la que el país social ha sido sumergido es la de hacernos creer que esto no es posible, que no podemos sentir más empatía por quien piensa distinto.

En una sociedad dividida ideológicamente y quebrada moralmente, el mal moral obscurece todo pensamiento racional y cualquier posibilidad de ver más allá de categorías antagónicas e inmediatas.

Sin embargo, así como el origen de todo mal está en decisiones y acciones de personas que alguna vez fueron movidas por nobles ideales humanos, también es cierto que esas mismas personas pueden aún recuperar la senda de la honradez humana si emprenden un nuevo camino de decisiones y acciones movidos por el “bien común”, antes que por la propia supervivencia frente a la caída inevitable del sistema.

Ernesto Che Guevara era un joven lleno de ilusiones por la construcción de un mundo más humano. Lo movía el amor al pobre y la lucha por la justicia social.

Sin embargo, fue creciendo en él un deseo por lograr esto a cualquier precio, conquistando el poder político e imponiendo su visión.

Fue sufriendo un cambio de mentalidad, un abandono progresivo de aquellos ideales que lo hacían un ser humano honrado.

Cuando participó en la Tricontinental en 1967 fue capaz de decir lo que nunca hubiera dicho cuando era un joven humanista: “un revolucionario debe optar por el odio como factor de lucha, el odio intransigente contra el enemigo que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.

El Che había cambiado, estaba padeciendo las consecuencias de quien se dejó permear por el mal moral y comenzó a justificar lo injustificable. Desde su nueva visión de la sociedad el otro era un enemigo, un daño colateral.

Lo que lo movía ya no era el “bien común”, sino ese deseo deshumanizador de “impedir [al enemigo] tener un minuto de tranquilidad; y hacerlo sentir una fiera acosada”.

¿Cómo es posible que una persona que predicó ideales nobles y justos, pasara a ser como uno de esos victimarios que tanto criticaba? ¿Cómo pudo ser arrastrado por el deseo del poder político en sí mismo y ser consumido por ese vil sentimiento que desfigura a lo humano?

El odio, fruto de la polarización, comporta una dinámica psicológica de autodestrucción que se alimenta de resentimientos.

Pero no es una fuerza natural en los seres humanos. Tiene su origen en decisiones personales que traicionan a los ideales más nobles en prácticas viles e irracionales. Ante el odio es necesaria una conversión, un cambio. Pero ¿será posible? Ciertamente sí.

Un ejemplo lo encontramos en las primeras comunidades cristianas. Viviendo clandestinamente y padeciendo persecuciones y torturas, nunca respondieron a sus agresores con la misma moneda.

Entendieron que el odio era equivalente a matar (1Jn 3,15), y que se da tanto en quien humilla con palabras como en quien asesina (Mt 5,21ss). Odiar es renunciar a tener calidad de vida, es dejarse consumir por la agresividad y los insultos.

Cambiar significa amar a aquellos que tenemos por enemigos. Sin embargo, esto no significa que les demos afecto. Significa que “no actuemos como ellos”, que no nos convirtamos en victimarios y nos gane el odio.

La despolarización del país dependerá de nuestra capacidad de detener el odio, y no dejar que alimente nuestros deseos, palabras y acciones.

Sí podemos reencontrar la paz política y la reconciliación social.

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