Una sorprendente historia de inmigración, dolor y droga, donde la familia tiene la última palabra
Huyendo de la guerra civil en Sri Lanka, y con el objetivo de conseguir papeles para emigrar a Francia, Dheepan (Jesuthasan Antonythasan) hace pasar por su esposa a una mujer desconocida, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) y por su hija a una niña huérfana, Illayaal (Claudine Vinasithamby). Una vez en Francia, Dheepan consigue trabajo como portero en un edificio, ocupado por mafias de la droga. Yalini se emplea como asistenta de un inquilino del edificio, y Illayaal comienza a ir a una escuela llena de variopintos inmigrantes. Pero la paz va a durar poco y van a tener que aprender a tomar las riendas de su vida.
La película es ambiciosa en lo que a temas se refiere, ya que indaga en cuestiones como la inmigración, la guerra, la droga y la familia, y consigue hacerlo con éxito. Describe muy bien las dificultades de llegar a una cultura extraña, sin conocer el idioma, y verse obligados a aceptar trabajos ingratos como única tabla de salvación.
A este purgatorio, la película contrapone un infierno, el del tráfico de drogas, un mundo en el que la vida no vale nada, y donde las personas están sometidas a una esclavitud mayor que la que conlleva la inmigración. Y una tercera pesadilla, la de la guerra civil, de la que han huido nuestros protagonistas, que les persigue con sus recuerdos, heridas y huellas psicológicas. De todos estos dolores nuestros personajes sólo podrán atisbar una sanación en el marco del amor incipiente que se va gestando en esa familia improvisada y no elegida que forman ellos tres.
La película, dirigida por Jacques Audiard, obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Cannes. Audiard ofrece siempre un cine social no ideológico, pero tratado con un hiperrealismo duro y no siempre esperanzado, no apto para cualquier tragadera. Recordemos la vigorosa De óxido y hueso (2012), que obtuvo seis premios Cesar, o la impactante Un Profeta (2009), que obtuvo el Premio del Público en Cannes.