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La envidia, ese pecado «tan español» y tan peligroso

envidia

© Gabriel S. Delgado C.

Gaudium Press - publicado el 05/11/15

Hace perder el reposo del espíritu y vivir en preocupación, atormentando por el temor a ser igualado, superado, subestimado, despreciado, olvidado o puesto de lado

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La paradoja de la envidia es que comienza cuando juzgamos que se nos tiene envidia. Nace de nuestras comparaciones desleales (malas emulaciones) y del desconocimiento o del mal uso que hacemos de nuestras cualidades personales. Pero en desconocer nuestras cualidades personales puede haber no falta grave sino mala educación. Un niño puede desconocer sus cualidades personales porque le inculcaron la creencia de tener otras totalmente falsas, para estimularlo a realizarse como le parecía mejor a sus padres o porque el egoísmo y la ambición innatos -a veces estimulados por sus propios familiares- lo llevaron a aprovecharse de ellas para su propio beneficio personal y exclusivo.

En todo caso la envidia es un mal tremendo: hace perder el reposo del espíritu y vivir en preocupación, atormentando por el temor a ser igualado, superado, subestimado, despreciado, olvidado o puesto de lado. (1) En otras palabras, enferma. Porque una persona en ese estado de preocupación y desasosiego tiene que enfermarse fácilmente de los nervios y con ello termina somatizando el pecado. Civilizaciones enteras se han hundido por culpa de la envidia cuando la riqueza y el imperialismo llegan a cierto auge. Roma fue la más dramática representación de esa desgracia. La envidia se anidó entre los opulentos senadores de una forma tal que el emperador de turno la usó como instrumento de disociación para lograr sus fines, creando rivalidades y competencias entre ellos, confirma Suetonio en su libro Vida de los doce Césares.

Es innegable que la Biblia es el documento histórico más antiguo que ha conseguido explicar de forma clarísima ese fenómeno espiritual, tan profundamente arraigado en el alma humana. Desde Caín y Abel hasta la crucifixión de Jesús, la envidia es la constante. Los Apóstoles la padecieron de manera terrible, y casi se podría afirmar que fue una mortificación para Jesús ver ese estado de espíritu entre sus seguidores. También casi se podría afirmar que no hay tratamiento psicológico para curar ese mal y que solamente el recurso a lo espiritual es la solución.

Esa sana actitud espiritual de los primeros cristianos debió asombrar mucho al egoísmo pagano porque según comenta Tertuliano, decían «Mirad como se aman». Les sorprendía que se admiraran uno a los otros, se perdonaran fácilmente, no se compararan con los demás y se ayudaran mutuamente sin esperar retribución. Bien lejos de eso estaba la mentalidad pagana y soberbia de los dominadores del mundo de aquel entonces. Era que no sabían lo que era la caridad, aquel sentimiento humano por el cual «amamos al que no se lo merece» dice el Padre Loring en su libro «Para Salvarte». Pero es perder el tiempo intentar conseguir la práctica de la caridad fraterna para contrarrestar la envidia sin reconocerla crudamente en nuestra vida y pedir la gracia de Dios para superarla. Por los medios naturales -como intentaron los estoicos- es sencillamente imposible porque la envidia es como la huella digital: cada uno tiene la propia muy particular, ya que la envidia no se plantea respecto de quienes están distantes de nosotros por el lugar, el tiempo o la situación sino que la tenemos es con quienes se encuentran entre nosotros, dice Santo Tomás de Aquino (2).

Por Antonio Borda

(1)Mons. Joao Clá Dias, «Precursor y Restitución», Revista Heraldos del Evangelio, No.37, Enero 2005.
(2) Suma Teológica,II-II, q.36.

Contenido originalmente publicado por Gaudium Press

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