Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombreSanto es aquel ama con locura a Dios y no se siente intimidado por los hombres. Comparte con ellos su vida, con libertad. No teme la muerte, ni la pérdida, porque ha puesto su vida en las manos de Dios.
Justo el otro día entendí mal una petición de perdón en misa. Y la medité sorprendido: “Te pedimos perdón por los ateos que no nos dejan amarte con libertad”. Me quedé un rato pensando en los ateos que nos quitan la libertad. ¿Es eso cierto? ¿Ese ateísmo a veces agresivo y beligerante puede llegar a no dejarme amar con libertad a Dios?
Lo que quiso decir el que leía era que teníamos que pedir perdón por los apegos que tenemos que no nos dejan ser libres y amar con libertad a Dios. Apegos que nos impiden ser santos. Eso tenía más sentido.
Pero yo me quedé en lo que había oído. ¿Alguien a mi alrededor puede impedir que yo ame con libertad a Dios? ¿Hay personas en mi vida que no me dejan ser libre para amar con toda mi alma a Dios?
¿Es tanto el temor a que me quiten privilegios como cristiano, a que atenten contra mis seguridades, que puedo llegar a perder el amor a Dios?
Pensé en la fragilidad de mi amor y de mi fe. Pensé en mi vida que es una vasija de barro y se deja aturdir tan fácilmente por la hostilidad de los otros, o por el menosprecio, o por la indiferencia.
En realidad, si lo pienso bien, nada ni nadie debería impedir que amara con libertad a Dios. Debería tener tan anclado mi corazón en Dios que nada pudiera condicionar mi amor.
Hay lugares donde recibimos la gracia de cobijamiento. Allí podemos sentirnos tranquilos y queridos por Dios. El sentido es más hondo que el hecho de sentirme simplemente a gusto y cómodo en un lugar.
Cobijamiento tiene que ver con tener el corazón profundamente anclado en Dios, con tener mi hogar en lo más hondo del corazón de mi Padre Dios.
Habla el Padre José Kentenich de la seguridad del péndulo: “¿Dónde se halla el punto de apoyo del péndulo? Sólo arriba, en algún lugar o sitio de donde cuelga. ¿Dónde hallará su punto de reposo este hombre de hoy que experimenta tan hondamente su condición humana? Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre”[1].
Cuando es así, cuando vivo cobijado en Dios, nada me puede quitar la paz. Porque mi vida descansa en Dios. Entonces estoy viviendo la verdadera santidad, la santa indiferencia.
Porque el santo de Dios tiene un hogar, un lugar en el que ha echado raíces. Tiene una fuente en el costado abierto de Jesús de la que bebe para poder caminar. Tiene un pozo al que vuelve cada día en el corazón inmaculado de María.
Sólo así podré ser santo. Y podré ser hogar para otros, lugar de cobijamiento donde otros reposen. Sólo así podré amar con paz, sin querer retener, sin querer recibir lo mismo que entrego.
Los santos despiertan el anhelo de santidad en otros siendo hogar para ellos. La santidad se contagia por envidia. Queremos vivir con la paz y con la alegría con la que viven los santos. Con esa misma sonrisa dibujada en su rostro y que nadie les puede quitar.
Es el misterio del santo que se sabe amado y entonces es capaz de amar. Su corazón inscrito en el de Jesús, ahí descansa. De esa forma es imposible que nadie que ataque nuestra fe pueda quitarnos la paz.
Jesús sufrió acoso, acusaciones, preguntas mal intencionadas, fue perseguido y murió a manos de los que no querían su presencia.
Pero su corazón estaba anclado en su Padre, como el péndulo. Y entonces mantuvo la paz. Descansó en el corazón de Dios. No se alejó del que le agredía. Buscó dar amor cuando recibía odio. Se acercó al que no creía en Él.
Esa forma de mirar la vida, de mirar al que peca y me agrede, es la mirada de la misericordia. No ve enemigos, ve amigos. Hombres necesitados de misericordia.
Me gustaría mirar así. Me gustaría ser lugar de paz y cobijamiento para otros. Me gustaría dar lo que no recibo y pacificar allí donde no hay aparentemente lugar de descanso.
Creo que así son los santos. Pacifican donde hay guerra. Siembran amor donde hay odio. Viven anclados en lo más hondo del corazón de Dios. Me gustaría vivir así en todas las circunstancias de mi vida.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios